Identidades en tránsito

Por ser andaluz no se es menos español, ni para sentirse europeo un andaluz debe abandonar sus peculiaridades

Apenas hace unos meses que los andaluces fueron llamados a votar. De nuevo se les convoca a unas elecciones como españoles y, después, sin que haya transcurrido un mes, en unas listas europeas deberán de nuevo elegir. Un mismo ciudadano muestra así su dependencia y su libertad frente a tres poderes distintos en los que transcurre su vida política. Una situación completamente nueva, que cuenta ya con dos décadas de experiencia; conviene, pues, meditar sus ventajas. Porque cada uno de estos poderes, cada una de estas organizaciones públicas, están ahí para sumar algo más a lo que ya se tenía: ni se imponen por encima de lo anterior, ni excluyen la cultura existente. Ha sido, pues, un proceso acumulativo hacia delante, fraguado en veinte siglos, de elaboración lenta y compleja -dos milenios de historia llena de conflictos- cuyo resultado final se puede resumir en este simple esquema: por ser andaluz no se es menos español, ni para sentirse europeo un andaluz debe abandonar ninguna de sus peculiaridades. Se trata, por tanto, de uno de los pocos juegos políticos en los todos ganan y casi nadie pierde. Y si alguien ha creído perder (los partidarios del Brexit, los separatistas catalanes y vascos) quizás andaba algo trasnochado de ideas, sin comprender los derroteros modernos.

Sentirse atado, trabado, por vida a una sola identidad sólo conduce a frustración, xenofobia, narcisismo y, sobre todo, a permanecer uncido a un repetitivo yugo local. Abrirse a los otros, compaginar con los vecinos patrimonios y proyectos, y desterrar enemigos y guerras, ha sido una gran apuesta. Y, como resultado, en los últimos cincuenta años, han surgido nuevas fórmulas de convivencia, acogidas bajo el significativo emblema de una identidad europea. Pero no debe olvidarse que tras este salto cualitativo, en la relación entre tantos viejos países, están el empeño, el trabajo y la ilusiones de unos europeos que no han escatimado esfuerzos para impedir que los terribles conflictos de la primera mitad del siglo XX vuelvan a ser posibles. Para ello, había que diluir, difuminar y ablandar aquellos duros conceptos que estuvieron en la base ideológica de tantos millones de muertes: fronteras, naciones, identidades, privilegios históricos, etnias, religiones. Estas palabras tan simples, bien manipuladas, alimentaron el fanatismo y violencia contra el diferente que, a veces, era el propio vecino. Por eso, hay que considerar que las identidades sólo son referencias culturales para transitar temporalmente, y poner en conexión, enriqueciéndolas, unas con otras.

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