Mirada alrededor

Indefensos administrados

Pocos ciudadanos tienen el valor y los medios para recurrir judicialmente decisiones erróneas o injustas emanadas desde la Administración Pública. De eso se aprovecha.

PARADÓJICAMENTE el peor enemigo del ciudadano es la Administración pública cuando se convierte en un 'gran Leviatán' implacable que no acepta reconocer ni enmendar sus errores y persiste en ellos, si es necesario falseando la realidad. Se le permite lo que no se toleraría a ningún individuo de la comunidad y, en no pocas ocasiones, se le considera, por principio, infalible. Y lo es porque pocos ciudadanos tienen la fuerza y los medios necesarios para recurrir decisiones erróneas, injustas o falsas que lesionan, en mayor o menor dimensión, sus intereses, sus derechos, su honor y hasta su vida.

¿Cuántos ciudadanos acuden a la vía judicial ante errores o negligencias de la sanidad publica, estados de vías y obras que provocan accidentes graves o mortales, multas injustificadas, agresiones policiales, embargos por deudas inexistentes a tesorerías provinciales, impagos o atrasos de la llamada Hacienda Pública, incluso olvidos judiciales? Si recurrir ante las distintas instancias de los tribunales de Justicia es caro y largo en asuntos entre particulares, qué decir cuando se entabla un contencioso con las distintas Administraciones públicas. A veces, cosas absolutamente claras ante la lógica y la ley, la Administración es capaz de darle la vuelta, retorciendo a su favor la realidad o aplicándole el silencio administrativo -pueden pasar meses y años sin atender múltiples recursos para finalmente desestimarlos, saltándose en no pocas ocasiones la vía judicial interpuesta-, beneficiándose del privilegio de tener a su lado el poder coercitivo del Estado que, en último caso, pagará sus incompetencias.

Son pocos los casos, en proporción de los errores y hasta desmanes que comete la Administración, que llegan a conocimiento público o a los tribunales de Justicia. Los que no tienen más remedio que pleitear contra actos punibles de la Administración tienen que armarse, además de dinero y paciencia. La Administración, en sus diversas ramas, ejerce la justicia que le conviene, muchas veces saltándose las normas más elementales. Curiosamente, contra ella, sólo cabe el recurso final -en vista de la ineficacia burocrática de la vía administrativa- de acudir a otra Administración del Estado, la de la Justicia, la única, con todos sus defectos --olapsos de juzgados, lentitud, etcétera...-, que puede reparar yerros y abusos.

¿Quién defiende realmente al ciudadano, si no es por su cuenta y riesgo, de los desmanes, errores, falsedades, negligencias, agravios de una Administración pública que carece de rostro? Porque casi siempre, ante una demanda, el que comparece es un representante designado por la Administración. Quizá la comparecencia personal en un juzgado de un arzobispo pueda abrir la espita para ver sentados en los banquillos a ministros, directores generales, representantes provinciales de ministerios y consejerías, alcaldes y concejales respondiendo a la demanda de cualquier ciudadano, por muy personal y particular que sea el caso. ¿Somos, realmente, todos iguales ante la Ley? ¿Incluso los representantes del poder Ejecutivo, cuando son demandados por la gente corriente, tienen derecho a enviar a otros en su nombre, cuando ellos son los principales responsables del error, la negligencia, la falsedad o el agravio?

Mientras no varíe el espíritu y la letra de la Administración pública como servicio y no como brazo armado del Poder, será difícil cambiar -rubricado por tantos ejemplos, de los que sólo unos pocos salen en los medios-, el miedo y el recelo ante las diversas administraciones, incluyendo a las que adoptan denominaciones de seguridad y social. A veces, cualquiera de ella puede convertirse en enemigo público -y nunca mejor dicho- de los ciudadanos.

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