Inservible farmacopea

El virus nos ha pillado casi sin saber nada sobre él, como los matasanos de la Edad Media y del Renacimiento

Tenía mi padre en su consulta -que era al tiempo templo médico y confesionario- entre los retratos de Cajal y Marañón -el uno con su sempiterno microscopio y el otro ojeando con atención un libro-una serie de láminas, litografías y grabados, que representaban momentos estelares de la historia de la Medicina. Entre ellos siempre me inquietó una de estas estampas, la de Paulus Furst, realizada en 1656, que representaba la figura de un médico con el atuendo propio de los tales, en el tiempo de una de las oleadas de la peste negra o peste bubónica que, desde el siglo XIII hasta el XVIII aparecía intermitente en Europa.

Me contaba mi padre que la túnica talar que presentaba el galeno de marras se solía impregnar de cera, se cubría el rostro con una máscara picuda con anteojos y con apariencia de ave, la que se llenaba de hierbas aromáticas, con las que creían inmunizarse, se cubría luego de sombrero aplastado y amplio de ala y calzaba guantes de piel, sujetando, autoritario, una vara de arbusto en una de las manos, la que utilizaba, al parecer, para palpar a los pacientes manteniéndolos a prudente distancia. La estampa era casi aterradora y un servidor llegaba a figurarse la entrada de semejante espanto por la puerta de la alcoba en la que yaciese el pobre paciente que, si no llegaba a morir -lo que siempre sucedía- por la enfermedad pandémica de las bubas malignas, habría de sucumbir, sin remedio posible, por el pavor y sobresalto que causaba la presencia del pretendido científico hipocrático que, en la cruda realidad, muy poco, si es que era algo, llegaba a saber de la terrible y mortífera pestilencia.

Naturalmente, aquella figura que se representaba según lo era en el siglo XVII, me hubo de venir a la memoria, casi de manera recurrente durante este tiempo en que nos atenaza la Covid-19, ese fragmento de ADN mutante, cubierto de una capa de grasa al parecer, cabrón y saltarín, que nos viene jeringando la existencia, la salud, el trabajo, la cultura, la economía, la alegría y las relaciones sociales, nos impide los abrazos y nos secuestra los besos. Porque parece que, de nuevo, es el tiempo de las máscaras y el virus en cuestión nos ha pillado casi sin saber nada sobre él, como los matasanos de la Edad Media y del Renacimiento: máscaras, delantales, guantes y prudente distancia. Han pasado siglos y andamos casi -y digo casi- igual.

Ahora, en vez de ramita en la mano, los médicos te llaman por el teléfono y sólo en casos de extrema necesidad auscultan, palpan, severamente observan con anteojos y finalmente prescriben algún brebaje, pócima o gragea, para ir probando, a ver qué pasa, de entre la extensa -y hasta ahora inservible- farmacopea. Estamos apañados! ¿O no?

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