Uno de los efectos de la enésima ley de educación del país (la del gobierno de turno, que viene a corregir los defectos de la anterior, insistiendo en sus errores de origen y coleccionando otros nuevos, hasta que llegue la siguiente y siga la rueda rodando) es la supresión de los exámenes de recuperación y la posibilidad de titular con suspensos. Lo primero que quiero señalar es que tampoco es demasiado nuevo. Llevamos bastantes cursos en declive, muchos años ya, normalizando la catástrofe anunciada. De hecho, antes de esta ley Celaá, ya se promocionaba de curso con algunos suspensos dentro del mismo ciclo (se podía pasar con dos de las más importantes y hasta con tres, si la combinación era más liviana). Es decir, se pasaba la mano institucionalmente.

El estrechísimo margen que las normas dejaban para disimular el disparate residía en los exámenes de recuperación: uno suspendía e iba a septiembre, a ver si ahí sí. Esto se debilitó porque septiembre dejó de ser mes de recuperación hace relativamente poco y todos lo asumimos: los exámenes de recuperación de junio empezaron a tenerse más o menos una semana después de hacer el original, o sea, un junio II, que el verano es para el descanso. La repetición del examen en junio del que se había hecho días antes era una tontería tremenda y, entonces, dos alternativas: volver a septiembre o quitarlos. Pues quitarlos, está claro.

Nos dicen que no hay que sacralizar el examen y que su ausencia no está reñida con el esfuerzo, porque hay elementos que permiten al profesor saber si se merece pasar, aun sin examen. No es esfuerzo por miedo al suspenso, es esfuerzo por virtud de la motivación. Completamente de acuerdo y ojalá, pero me pregunto entonces que, si esos elementos sirven para quitar los de recuperación, por qué no se aplican también para los ordinarios y nos los cargamos. Si un profesor tiene elementos para saber si un alumno debe promocionar sin examen de recuperación, que los tiene, por qué no definirlos desde el minuto 0 y ahorrarnos a todos este debate. Tendríamos una educación basada en el ensayo y la participación crítica del alumno, evaluado permanentemente con mecanismos creativos. Materias claras (sin reducciones vinculadas a pruebas), motivar al alumno (para estimular sus competencias), estar alerta el docente (evaluar por lo que se hace y se aprende): ideal. La razón es menos confesable: esto, así, esconde estadísticamente el fracaso escolar; permite trabajar mucho menos a los profesionales de la educación; y parece moderno, pero es lo de siempre: todos los días San Bruno, a currar poco por si lo echan a uno. No es vanguardia, es hipocresía.

Yo no creo de forma absoluta en los exámenes, y he hecho muchos, como alumno y también al otro lado. Son solo una herramienta. Pero, sobre todo, no creo en la tontería. Seguimos preocupantemente suspensos en educación y nos han quitado hasta la recuperación. Pero pasamos. Y seguimos para bingo.

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