¡Oh, Fabio!

Luis / Sánchez-Moliní

Juegos

LOS Juegos Olímpicos de Río de Janeiro van camino de convertirse en un auténtico desastre medioambiental, financiero, organizativo e, incluso, político. Hace tiempo -demasiado- un joven colombiano aspirante a diplomático nos comentó que "Brasil es la eterna aspirante a potencia que nunca culmina su sueño". Cruzábamos Italia en dirección a Atenas y el paisaje seco de Calabria daba un punto de desolación a la conversación que hoy rememoramos ante un reportaje publicado por The New York Times que no duda en calificar a la cita como una auténtica "catástrofe". Durante el lulismo asistimos al espejismo del surgimiento de un gran Brasil con peso mundial que cumpliría, definitivamente, con el lema positivista de su bandera: Ordem e progresso. Sin embargo, una y otra vez, emerge ese poderoso y fascinante caos que mezcla la vanguardia con lo ancestral, la riqueza fabulosa con la miseria más sórdida, la santidad con lo satánico... Brasil sigue siendo la tierra americana donde proyectamos nuestra avaricia y nuestra lujuria, pero también nuestras ansias de utopía y de espíritu evangélico; una morada para la carne y el espíritu.

La pregunta que nos surge es: ¿este fracaso de los Juegos Olímpicos lo es de Brasil o, en general, del modelo de grandes espectáculos deportivos tan caros para la sociedad contemporánea? Ya la pasada Eurocopa de Francia ha avisado de que algo va mal: la amenaza terrorista, la violencia neobárbara de los aficionados, el coste ambiental de las obras y los desplazamientos de centenares de miles de personas, la degradación de los valores coubertianos, la mercantilización salvaje del deporte, la entronización por la prensa de personajillos infames, el abuso de la farmacopea... están convirtiendo a estos acontecimientos en la gran pira final del capitalismo del ocio. Recordemos que el circo y los espectáculos de fieras y gladiadores no fueron la culminación, sino la degeneración de Roma.

Por su belleza primordial y heroica, consideramos al atletismo como el deporte más genuino. El hombre que más corre, el que arroja más lejos la lanza, el que más salta... Sin embargo, cada vez resulta más difícil encontrar en los Juegos Olímpicos esa celebración de la plenitud de los cuerpos jóvenes, la alegría del hombre en la culminación del esfuerzo. A cambio tenemos unos espectáculos de degradación masiva, un enorme potlatch en el que la humanidad va regalando a la nada, una tras otra, sus riquezas naturales y morales.

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