LA literatura pone en movimiento el lenguaje. Sacude nuestras somnolencias verbales, el esqueleto anquilosado de la sintaxis, los viejos sentidos. De todos los géneros literarios seguramente el más movedizo sea el de las cartas, hoy casi desaparecidas y sin embargo recicladas gracias a los correos electrónicos. Las cartas viajan, con sus sobres y sellos, en tren o en avión y, dependiendo del país, hasta en burro y en motocicleta. Viajan los correos por su interfaz electrónico. Pero, vayan como vayan, lo que nunca dejarán las cartas es de viajar en sus palabras, desde el mismo momento en que empiezan a escribirse y mucho después de que alguien las olvide dentro de un pequeño cajón (y, en este punto, resulta irrelevante si es virtual o de madera). Incluso en la era de la comunicación inmediata, cada correo contiene en su seno una irresistible convivencia de tiempos y espacios, de voces explícitas y consabidas, de silencios y complicidades. No hay manera, por ello, de detener la palabra que se manda.

Olvidando el inabarcable mundo de los correos electrónicos, el interés por los viejos epistolarios no para de crecer. Epistolarios que recopilan la correspondencia mantenida entre políticos, actores, escritores, pero también epistolarios de personajes anónimos que supieron retratar su tiempo o una intimidad que hoy se nos presenta como reveladora. ¿Por qué siguen gustándonos y hasta nos gustan más que nunca las cartas? Un tipo escribe una carta teniendo en cuenta el día futuro en que la recibirá su destinatario. Un destinatario lee dicha carta sin olvidar el pasado desde el que fue escrita. Nosotros leemos el intercambio hoy y nuestro presente adquiere perspectiva gracias a ese fascinante cruce de distancias. En un momento de presentes volátiles como el que estamos viviendo, no puede más que interesarnos una palabra tan cargada de tiempos reales e imaginados.

No es difícil percibir, además, una consonancia entre el reciente auge de la literatura del yo (memorias, novelas frontal u oblicuamente biográficas, historias de vidas) y la curiosidad intensa que despiertan los epistolarios. Tras demasiadas décadas de manías teóricas, parecería que ese yo atomizado, plural, contradictorio, ese yo apenas yo que nos dejaron, renace de sus cenizas para contarse a sí mismo. Quizás, quién sabe, exponer nuestra intimidad en las redes sociales ha provocado también un nuevo interés por la intimidad de los otros, aquellos cuyos muros ya no podemos curiosear porque los cerró la puerta definitiva del tiempo. Esa puerta que abren las cartas.

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