Libertad

Salvo los asesores y politólogos a sueldo, nadie está obligado a tragarse la papilla populista

Relegada hoy al terreno de la hostelería, la libertad -sagrada palabra, decían los antiguos- tiene un historial de milenios en los que no ha dejado de suscitar, al menos desde los griegos, debates que tanto en el ámbito de la filosofía como en el de la política o el derecho sugieren limitaciones necesarias, derivadas del conflicto entre el bien o el interés personales y los de la comunidad, que no resulta de la suma de contribuyentes. Si seguimos el rastro del concepto en la historia de las ideas, como hizo Ayala en los cuarenta, comprendemos que el término, pese a sus hermosas resonancias, ha sido reiteradamente invocado por oligarcas y demagogos, del mismo modo que la igualdad o desde luego la democracia. Quien quiera definiciones matizadas, puede acudir a los textos ya clásicos de John Stuart Mill, Isaiah Berlin o Raymond Aron, altos nombres que no parecen haber frecuentado quienes sostienen que el Estado y la Hacienda pública son instituciones creadas para someter y expoliar a los honrados ciudadanos. La falacia del eslogan que invita a elegir ente el comunismo y la libertad, tan exitoso en términos de comunicación y mercadotecnia, proviene de su aplicación a una realidad, madrileña o española, en la que ni es razonable pensar en la amenaza de los sóviets ni cabe esperar de los supuestos emancipadores -y menos aún de sus probables aliados- ninguna reducción de cadenas. "El bien más preciado es la libertad", dice la letra de la Varsoviana en el himno adoptado por la Confederación, cuyos representantes no se dejaron amilanar en una temprana visita a la Rusia roja, por la misma época en que el socialista Fernando de los Ríos -que no dudaría en definir a la URSS como un estado policial- oyó de labios de Lenin la famosa pregunta: "¿Libertad, para qué?". La tradición de la izquierda es plural y reducirla a una sucesión de fanáticos liberticidas es tan burdo como pensar que los sectores liberales o conservadores de los que se nutre la derecha están formados por fascistas irredentos. Se comprende que los asesores y politólogos a sueldo, refractarios a la complejidad y necesitados de consignas epatantes, aporten munición para los mítines, las tertulias y las vallas publicitarias, pero nadie está obligado a tragarse la papilla populista. La libertad en España no la tiene que salvaguardar ningún político nacional ni autonómico, pues ya está garantizada por la Constitución, resultado de un gran acuerdo en el que participaron, incluso antes de que se aprobara, tanto los comunistas como los herederos del Movimiento. Son los aficionados a las emociones fuertes, con su histrionismo irresponsable, los que la están poniendo en peligro.

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