EL presidente Zapatero, tras unos días de silencio y lenta digestión, se ha pronunciado al fin acerca de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña, y ha dicho dos cosas contradictorias. Como si quisiera, una vez más, agradar a todos los afectados. Una vez más ha conseguido molestar a todos.

Por un lado, ZP afirma que la sentencia marca el fin de la descentralización política. Eso le ha valido que Convergencia i Unió le llame cínico y frívolo y amenace con desestabilizar su gobierno. Pero es una reflexión correcta: puesto que el Estatut era la avanzadilla del máximo autogobierno posible dentro de la Constitución, es lógico que el Constitucional, al sentenciar, delimite claramente la frontera de lo que cabe y lo que no cabe en la Carta Magna.

La posición de un jefe de Gobierno no puede ser otra que defender lo proclamado por el alto tribunal. En este caso, que los artículos y disposiciones estatutarias que han sido declarados inconstitucionales han de decaer como norma legal en Cataluña y que los sometidos a interpretación -que se detallarán en los fundamentos jurídicos de la sentencia- no serán operativos y aplicables más que en base a dicha interpretación y a ninguna otra.

De ahí el cabreo de Convergencia y demás formaciones nacionalistas, para las cuales todo lo que sea rebajar el Estatut que salió de las Cortes y refrendó el pueblo catalán -refrendó, pero poco, desde el punto de vista cuantitativo- es una afrenta y una humillación que ha de ser replicada en la calle y donde haga falta.

El caso es que, como el primer indignado con la sentencia se apresuró a ser José Montilla, presidente de la Generalitat y socialista como Zapatero, éste se ha comprometido a reunirse y negociar con él para "reforzar" los preceptos que el TC ha tumbado (por ejemplo, cambiar la ley orgánica del poder judicial para salvar el Consejo de Justicia que abre la vía a un poder judicial catalán independiente del estatal). De este modo, ZP juega en todos los bandos. Dice que el Constitucional ha declarado, con su dictamen, el fin de la descentralización, y a continuación se apresta a ensanchar la descentralización por la puerta de atrás, utilizando las leyes ordinarias para colar lo que el tribunal ha proclamado que es imposible que cuele.

La versatilidad de este hombre, según sea el interlocutor o la conveniencia del momento, se ha revelado proverbial. Digamos que su pensamiento es liviano y mutable. Sus principios, más marxistas (de Groucho) no pueden ser: si no gustan, tiene otros en la recámara. Como el concepto de nación, todo para él es discutido y discutible. Un día se va a regatear a sí mismo. Y se va a caer.

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