Monticello

Víctor J. Vázquez

vvazquez@us.es

Llorar de hombres

Como en todo territorio donde existe la posibilidad épica, en la historia del deporte hay lágrimas

Es muy probable que sólo Larry Holmes, su rocoso sparring, conociera el secreto. Muhammad Ali no iba a bailar toda la noche en Kinshasa, ya no podía. En aquel soporífero mes africano previo al combate, Holmes arrinconaba fácilmente y golpeaba, día tras día, el cuerpo sudoroso del campeón, cuyo mapa conocía al dedillo. Ali, escribía Norman Mailer en Playboy, llegaba demasiado lento y viejo para el joven Foreman, el Everest del boxeo. El resto es historia conocida. Ali no bailó, pero venció en la noche de todos los tiempos. Años más tarde, ajado y tembloroso, Ali quiso volver al Himalaya, ahora encarnado en Holmes, aquel juvenil sparring del Zaire. Ya no hubo milagro y la derrota de Ali tuvo una grandeza dramática a la altura de su propia epopeya. Holmes, nuevo Rey, rompió a llorar cuando la esquina de Ali tiró la toalla. Se acercó luego a él y besó aquel rostro que tantas veces tuvo en su punto de mira. Muchos recordaron, aquella noche, otro episodio elegíaco de la historia del boxeo. La velada en el Garden en la que Rocky Marciano venció a Joe Louis con una docena de buenos golpes. El italiano lloró y lloró en el vestuario, abrazado al magullado cuerpo de Joe. Lo siento Joe, lo siento, repetía Marciano. ¿De qué sirve llorar? Todo pasa para bien, fueron, según los cronistas, las palabras de El bombardero de Detroit. Joe Louis no volvería a pelear. Su cuerpo descansa en Arlington.

Como en todo territorio donde existe la posibilidad épica, en la historia del deporte hay lágrimas. Algunas nadie quiere recordarlas por patéticas, como las de aquella selección brasileña de fútbol que se la pasó llorando antes, durante y después de todos los partidos de su Mundial, hasta que el equipo alemán, siete goles mediante, dio justo final a ese narcisismo exhibicionista de las emociones, pan nuestro de cada día. Otras, sin embargo, ya sea en la victoria o en la derrota, nos estremecen y nos recuerdan el noble material del que estamos todos hechos. Pero, qué duda cabe, ninguna nos interpela con más intensidad que aquella que se derrama por el amigo que ha dejado la partida, el rival vencido por el tiempo. Aunque la vida sigue, con la retirada del mito, del contrincante, termina una pasión. Hay una llama concreta de amor que se ha apagado. Nuestro venerado chico de Manacor, en el trance de esa tristeza, las manos agarradas, bien pudiera estar diciéndose aquello de porque él era yo y yo era él.

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