Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Macabro teatro etarra

Dos profesores ingleses, ya con edad de haberse jubilado, moteros, bebedores y socialistas nos invitaron, tras la cena en la residencia, a la habitación de uno de ellos a beber una botella casera de slivobitz. A la mañana siguiente, como Escarlata pero loco por dos Alka Seltzer, puse a Dios por testigo de que nunca volvería a beber ese orujo de ciruela checo. Me lo juré entre un monumental malestar general en el asiento espartano de un Lada, de camino al aeropuerto internacional de Viena, el más cercano a aquella bella ciudad aún atrapada en la atmósfera soviética, Brno. Rellena que te rellena, la conversación giró, por el interés de ellos, alrededor de ETA y el independentismo vasco. Insistían en una cuestión: ¿por qué era despreciable el apoyo al terrorismo en las tres provincias vascofrancesas? Correría 1992, y los dos novatos profesores españoles pergeñamos algunas causas: Franco y su régimen, que daban coartada a la parte liberadora de la lucha armada de ETA. También propusimos una aplicación de la tensión entre ser la cabeza del ratón (español) o la cola del león (francés); un motivo económico más allá de la patria y las entrañas. Que en Francia están prohibidos los partidos independentistas. No cabía allí el juego del PNV en España: "Unos [ETA] sacuden el árbol para que caigan las nueces, y otros las recogen para repartirlas [el PNV]", dijo entonces Arzalluz, aquel inquietante personaje de misa diaria.

Ahora ETA, derrotada por España y por su propio abismo estratégico al surgir brutal el terrorismo musulmán, dice que se disuelve del todo. Que sus miles de muertos, discapacitados y traumatizados de por vida no han servido para nada que no sea el horror. Que, en la práctica, dejan el testigo de pueblo oprimido por el invasor español a los más mercantiles independentistas catalanes, que no son tan de confesión con hediondez de azufre, sino de otros argumentos melancólicos que malamente disimulan el afán de poder político y la oportunidad de ser la Noruega mediterránea, ya en la UE y no siendo esencial el cliente español que, precisamente, Franco dejó cautivo de la industria catalana frente a otras extranjeras más baratas y mejores. Lo mismo que sucedió con el País Vasco con su siderurgia y otra industria pesada: con el dictador se hicieron más ricos, y quién quiere parientes pobres. No recuerdo si el sordo ataque del slibovitz sobre mis neuronas permitió que adujéramos ante la pregunta de aquellos dos viejos lobos de la academia el evidente móvil económico que subyace en la parafernalia secesionista.

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