El balcón

Ignacio / Martínez

Mala educación

EL editorial de ayer de este periódico celebraba una severa condena del Tribunal Supremo al propietario y la encargada de un bar por un delito de contaminación acústica. El establecimiento produjo ruidos intolerables durante años que perjudicaron el sosiego y el descanso de los vecinos. Bienvenida sea la sentencia si sirve de ejemplo. Una de las más frecuentes formas nacionales de mala educación es la de molestar a los vecinos con gritos, cantos o músicas sin caer en la cuenta de que se trata de un abuso. Un abuso que no sólo se practica desde bares o discotecas, sino también en domicilios particulares. En particular en esta época del año la gente organiza fiestas en sus salones, terrazas, azoteas o jardines, desentendidos de que el resto de la humanidad tiene la mala costumbre de dormir por las noches.

Es una secuela de la mala educación. Resulta patético ver cómo se pelean populares y socialistas sobre el contenido de la educación cívica que se debe impartir en las escuelas y cómo ahora esta materia dejará de ser asignatura obligatoria. Claro que estas cosas donde de verdad se aprenden es en el ámbito familiar. Pero además de en la escuela y en la familia, el abuso del ruido debe ser un asunto legal. En Bruselas resulta literalmente imposible hacer una fiesta ruidosa que se prolongue más allá de las doce de la noche. Con puntualidad británica y rigor prusiano se planta una pareja de gendarmes en la puerta de los jaraneros y los silencian o los disuelven sin contemplaciones. Aquí, si uno se dirige al maleducado recibirá improperios, descalificaciones y amenazas. Y las policías locales no conciben que el ruido pueda ser un delito.

Nos falta cultura en este campo y en tantos otros. Es frecuente ver a gente, joven y mayor, escupir en el suelo. A jovencitos motorizados y a peatones de todas clases saltarse los semáforos uno tras otro. A ciclistas circulando contra mano o por las aceras. A conductores de automóviles vaciando sus ceniceros en la calle. A señoras o señores tirar papeles al suelo. A jóvenes, mayores, hombres o mujeres estacionar su coche en doble fila. A todo dios saltarse la cola de cualquier ventanilla. La lista es larga y ancha. Y también de alta intensidad: hasta hace poco se presumía de no pagar impuestos, en un alarde de pillería envidiado por amigos y familiares. Esto último lo ha paliado la crisis, pero seguimos en el pelotón de cabeza de la economía sumergida europea. Pues todo eso es mala educación cívica.

Estamos muy faltos por este flanco de la ética. Y nuestros políticos son un perfecto ejemplo de nuestra sociedad, ni peores ni mejores. Por eso en el Parlamento andaluz dan dietas de alojamiento a diputados con casa en Sevilla desde hace muchos años, como si estuviesen desplazados. Y por eso cuando se suben esas asignaciones no se lo dicen a nadie. ¿Para qué? El episodio, descubierto por Antonio Fuentes en este diario esta semana, es un perfecto ejemplo de mala educación. La nuestra.

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