AHORA que se avecinan tiempos electorales resulta especialmente oportuno, a veces hasta el hartazgo, echar al ruedo del debate sesudas reflexiones sobre la naturaleza de las decisiones que los cuerpos electorales toman en este tipo de procesos. La mía, mi reflexión, no será desde luego sesuda sino más bien el efecto de un recuerdo que me ha traído a la memoria la reciente elección de rector de la Universidad de Granada. A menudo me he lamentado, como otros, de que quienes nos gobiernan no encuentren la forma de mejorar el funcionamiento de los asuntos públicos a pesar de las oportunidades que les da el poder. Probablemente, para quienes esperan con legítima impaciencia los beneficios del buen gobierno, no resulta fácil entender la aparente desidia, cuanto no la manifiesta incompetencia, de los responsables elegidos. En todo caso, quienes hemos tenido alguna experiencia en este terreno, tendemos interesadamente a ser condescendientes con los que nos gobiernan, enfatizando la dificultad de mejorar la cosa pública a causa del permanente conflicto de interés entre los gobernados. Pero desde la tribuna a la que me asomo hoy quiero recordarle al incipiente gobernante algunas sabias palabras del viejo Maquiavelo que, desde el ostracismo al que fue condenado al final de su vida, nos sigue iluminando sobre la naturaleza del ejercicio del poder y la condición humana: "Nótese bien que no hay cosa más ardua de manejar, ni que se lleve a cabo con más peligro, ni cuyo acierto sea más dudoso que el obrar como jefe, para dictar estatutos nuevos, pues tiene por enemigos activísimos a cuantos sacaron provecho de los estatutos antiguos, y aun los que puedan sacar de los recién establecidos, suelen defenderlos con tibieza suma, tibieza que dimana en gran parte de la escasa confianza que los hombres ponen en las innovacionesý" (El Príncipe, Cap. VI)

Parece ser que tanta fuerza oponen al cambio los favorecidos por el poder, como escéptica es la actitud de quienes podrían verse beneficiados por los nuevos enfoques del regidor público. No son los administrados que exigen con vehemencia soluciones a los problemas los más entusiastas partidarios de los cambios. Quizá por eso en el ejercicio del gobierno resulta siempre necesaria una equilibrada mezcla de soluciones imaginativas y habilidades de seducción. No parece posible hoy, y tampoco se lo pareció en su tiempo a Maquiavelo, introducirse en un abismo de incertidumbres y suponer que la sed de soluciones se sacia con cambios radicales, que suscitarán, en todo caso, la reacción adversa de los unos y el escaso entusiasmo de los otros. Aviso a navegantes de quien ya recorrió el camino. Maquiavelo, no yo.

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