Pensándolo mejor

Miguel Hagerty

Mártires

AL subir la cuesta aquella tarde, le vinieron a la memoria las últimas ejecuciones que él mismo había provocado. Hacía tiempo que sus vecinos le esquivaban por temor de que fueran tomados por seguidores de su gran amigo y preceptor, auténtico propulsor de aquella locura que ya duraba demasiados años, que ya había costado más de cincuenta muertes. Le quemaba el recuerdo de las últimas miradas de los condenados, sobre todo de los más jóvenes, cuando, al sentir el alfanje comenzar su imparable trayectoria hacia la yugular, parecían darse cuenta de que se iban a morir para nada, por nada.

"¡El Anticristo está entre nosotros!", les predicaba el 'Santo' en sus sermones, que no llegaron a ser prohibidos hasta que fue demasiado tarde para todos. Le miraban con los ojos embelesados, sin entender del todo lo que decía, hipnotizados por bellas frases pronunciadas en la lengua de sus abuelos, pero que nunca habían llegado a dominar completamente.

Preferían escuchar a los poetas que competían por los favores de los cortesanos y que llegaban desde muy lejos. Decían que el músico y poeta conocido como el 'Pájaro Negro' procedía nada menos que de la corte de Bagdad y que su éxito se debía no sólo al extraño laúd de cinco cuerdas que tocaba, sino a su perfecta pronunciación del árabe. Perfecta, al menos, según él, porque entre los más viejos de Córdoba había quienes le discutirían ese privilegio ya que sus abuelos procedían de desiertos lejanos donde "se guardaba toda pureza de la lengua" y se creían los auténticos guardianes del idioma.

El recuerdo de los rostros sensibles e imberbes de los primeros mártires, víctimas de los terribles sermones cada vez más amenazadores y alejados de la realidad, arrojados como si fueran piedras mortíferas, lanzadas como flechas emponzoñadas. Sus pensamientos escoltaban el acompasado ritmo de las gastadas sandalias mientras levantaban el polvo del camino, antaño muy transitado. A otro, estos negros pensamientos habrían arrancado más de un sollozo, trastocándose el polvo en un barro de lágrimas e imposibilitando el avance, paralizando para siempre el pensamiento, anulando tanto la tristeza como la alegría.

Así pensaría aquel Paulo Álvaro de Córdoba si se hubiera arrepentido de la criminal incitación al martirio voluntario en el siglo IX efectuada por su amigo y mentor, Eulogio. El afán por el sufrimiento, parte esencial de una faceta casi fanática de muchas religiones, el catolicismo incluido, ha llegado a su fin un año más. Felicito a todos los conductores de Granada por un sano ejercicio de paciencia y tolerancia para con las cofradías.

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