Se trata de una de las normas más extrañas de toda la legislación mundial. El artículo 171 del Código civil francés permite que el presidente de la República autorice, por razones graves, la celebración de un matrimonio si uno de los futuros esposos murió luego de haber explicitado de algún modo inequívoco su consentimiento. Sí, lo han entendido, en Francia se admite la posibilidad de casarse con un difunto o difunta y de enviudar al instante. Carente de incidencia patrimonial o sucesoria, la figura se asienta sobre todo en motivos simbólicos y sentimentales.

Cabría pensar que la regla deriva de tradiciones desusadas y que, por ende, no tiene hoy utilidad práctica. Pues ni lo uno ni lo otro. La regulación a la que me refiero surge con ocasión de la catástrofe de la presa de Malpasset, en la Costa Azul, que reventó en 1959 provocando numerosas víctimas. Entre ellas, el prometido de una joven embarazada cuyo casamiento estaba previsto para poco después. Conmovida la opinión pública por su desgracia, las autoridades otorgaron un permiso especial a la encinta para que, a pesar de todo, matrimoniase. Enseguida, y bajo la presidencia de De Gaulle, la solución encontró firme acomodo en el precitado Código, amparando, desde entonces, una media de entre cuarenta y cincuenta ceremonias similares cada año.

Es cierto que este tipo de uniones existieron excepcionalmente durante los conflictos mundiales, tanto en Francia como en Alemania (en ésta, hasta se instauró un macabro divorcio post-mortem) y que, rebuscando, guardan relación con los llamados "matrimonios de espíritus", arraigados en algunas zonas de China y en los que, pásmense, ambos esposos pueden ser difuntos. Pero no lo es menos que jamás tales precedentes alcanzaron el grado de generalidad que posee el vigente mandato francés.

A mí, aun reconociendo su buena intención, no deja de parecerme un completo disparate: legaliza un simulacro de matrimonio que pervierte su verdadera finalidad -proteger jurídicamente un proyecto de vida en común- e introduce una distorsión patológica entre los límites del más acá y del más allá.

No diré que me asombre. Ya casi nada lo logrará en este ámbito. Pero, en lo que tiene de soberbia ante los azares del destino, sí que me inquieta: negarle potestad decisoria a la muerte, desafiar su imperio y burlarlo, se convierte en un claro indicio de cuán lejos anda este mundo nuestro de su imprescindible y natural cordura.

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