El lanzador de cuchillos

Mauer

Mi perro tenía una prestancia aristocrática que se hacía perdonar con su carácter afable y extrovertido

Por decirlo con Sabina, no soy un fulano con la lágrima fácil, pero se ha muerto mi perro y, desde que el jueves pasado su pechillo dejó de latir ante mis ojos incrédulos, tengo una llorera muy tonta y una pena que no encuentra consuelo, y así no hay manera de componer una frase decente.

Era un cocker americano y nació, como Nuestro Señor, un 25 de diciembre, no en Judea, sino en la Alcarria que Cela recorrió dos veces, una a pie y la otra en un Rolls conducido por una choferesa negra. A pesar de su origen rural, tenía una prestancia aristocrática que se hacía perdonar con un carácter afable y extrovertido. Si mi perro y Pablo Iglesias, al que detestaba -en eso era bastante cayetano-, hubiesen coincidido meando en el callejón trasero del Congreso, el vicepresidente no habría dudado en dirigirse a él como "señor marqués".

Le puse de nombre Mauer porque iba a vivir con mi hermana a la sombra de lo que queda del Muro de Berlín, pero la burocracia alemana fue retrasando su partida y cuando por fin se podía organizar el viaje, al perro ya no se lo llevaban de mi lado ni trescientos agentes de la Stasi. Y así, acabó pasando sus días entre la vega y el mar de Granada.

Vino a alborotar de otro modo mi agitada vida de soltero pertinaz. Una foto suya fue el salvoconducto con el que Mar, a la que ya no esperará en el rellano cuando toque al portero automático, entró para siempre en mi vida. Vamos a echar de menos su ternura y sus fechorías. Sin él no habrá basura revuelta en la cocina ni pelusas asesinas por los rincones: la casa estará más limpia, pero también más triste.

Su declive, gradual, ha coincidido con los meses de confinamiento, que hemos pasado juntos hasta que Mauer, por joder al gobierno, decidió unilateralmente acelerar la desescalada. Me torturan sus últimas horas de sufrimiento callado tanto como la certeza de que llegará el día en que ya apenas recordaré a quien nos dio amor y lealtad a cambio de mimos, paseos y galletas de salmón. Me invade el temor -un sentimiento de culpa lacerante- de que, con el tiempo, vaya olvidando su olor, el tacto de su lomo, la calidez rosada y blanda de la barriguilla, esa mirada tierna e inquieta a la vez. Yo me imagino el cielo de los perros como la pista central de Roland Garros, pero Mauer no mostraba demasiado interés por las pelotas de tenis, lo que le condena -valga la paradoja- a un paraíso alternativo: quizá un baño recién fregado del tamaño de un estadio o una cama gigante sin hacer. Allí estará, revolcándose, el pequeño cabroncete, pero esta vez no se lo perdonaremos, porque aunque las perras celestiales tengan un jopo a lo Mae West, ya nunca volveremos a ser tres.

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