Mirada alrededor

Juan José Ruiz Molinero

jjruizmolinero@gmail.com

Medalla en honor de Falla

El Festival ha honrado no sólo a un archivo, sino al recuerdo permanente del músico de la Antequeruela

Por asuntos familiares, no pude corresponder a la invitación del Archivo Manuel de Falla a la entrega de la Medalla de Honor con la que el Festival Internacional de Música y Danza de Granada subrayaba el constante esfuerzo de la dirección del legado que se custodia en las dependencias del auditorio que lleva su nombre, para mantener vivo el recuerdo universal del compositor y sus relaciones con la ciudad en la que vivió cerca de dos décadas en su monacal carmencito de la Antequeruela, por la que algunos luchamos, desde la Prensa, para verlo convertido en museo, cuando todavía con la inquilina duquesa de Lécera, subíamos a depositar flores ante el busto que le hizo Juan Cristóbal, en los noviembres de sus aniversarios. La disposición de Isabel Falla y su esposo García de Paredes -arquitecto que diseñó y realizó el original Auditorio-, junto a la sensibilidad del alcalde Manuel Sola, hizo posible la creación del museo y, después, el traslado del legado del músico. Anoche, la 68 edición del Festival se cerraba con la audición de El sombrero de tres picos, en el centenario de su estreno.

Por eso digo que la Medalla de Honor del Festival se le ha otorgado a don Manuel que ha estado presente, desde los comienzos del certamen, en sus programas, con la totalidad de sus obras, incluyendo el estreno de Atlántida, en el monasterio de San Jerónimo el 30 de junio de 1962, obra en la que trabajó esforzadamente, antes de su partida a Argentina, tras la guerra civil, aunque no pudo acabarla. Presencia que debe personalizar a un Festival, donde sus creaciones pueden recibir múltiples interpretaciones -recordaremos su Atlántida de la Fura dels Baus-, además de abrazar el símbolo de la creación musical española. Sin olvidar la profundización en el análisis de las obras terminadas aquí y sus relaciones con lo más granado de la intelectualidad del momento -Lorca, Barrios, Lanz, Cerón, Jofré…- y sus aportaciones decisivas a eventos como el Concurso de Cante Jondo, en 1922, los teatros de títeres -ejemplarizados en El retablo de Maese Pedro- y tantas huellas que dejó en la ciudad, antes de marcharse profundamente dolorido en sus hondos sentimientos cristianos, ante el asesinato de amigos y conocidos -entre ellos su propia asistenta- por los que no pudo hacer nada, en aquellos momentos de horror que, tal vez, algún contemporáneo hubiese convertido en tétrica música. Ya no podía enviarle a Debussy fotos de la Puerta del Vino, para que le inspirara una imagen universal. Eran otras, por desgracia, las imágenes que podían retratar el aquelarre de una Granada negra, de la que se alejó física, pero no espiritualmente. En su retiro argentino de Alta Gracia su corazón percibiría las campanadas de la Torre de la Vela, como dibujó en su Atlántida el Sueño de Isabel en la Alhambra.

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