Los seres humanos, frágiles y titubeantes, vivimos siempre con miedo. Éste nos acompaña en todo instante y, con frecuencia, nos atenaza y contamina nuestras decisiones. Desde que la humanidad está socialmente organizada, el poder, conocedor de esa debilidad, ha utilizado nuestros miedos como instrumento para controlar y dominar a las masas. Así, en toda época, el temor ha sido uno de los aliados más fieles de las jerarquías. Sean estas religiosas, sociales, políticas o económicas, ninguna ha dejado jamás de confiar en la eficacia del pánico. Y es que el miedo, polizonte perpetuo de nuestro cerebro, doblega nuestras resistencias, concibe hipótesis horribles y paraliza la disidencia. Como afirmara Joaquín Estefanía, "todos los esfuerzos por liberar al hombre han sido en realidad impulsos para liberarlo de sus miedos", para protegerlo de cuantos los inventan o agravan.

En el mundo de hoy, cada vez se hace más presente ese empleo esclavizante del horror . Con el estallido de la pandemia, los fabricantes de miedos han encontrado una herramienta novedosa para domeñar y gobernar la sociedad universal. En esta encrucijada, lóbrega y lúgubre, la alianza entre los políticos y los medios de comunicación, cada cual por sus intereses, anda empeñada en instaurar una pesadilla perfecta, un estado de ánimo colectivo que acepte cualquier atropello y ceda cualquier derecho por la limosna falaz de una seguridad tan artificiosa como sus amenazas.

De la política diré muy poco. Ya se encargaron Maquiavelo y Hobbes de descubrir que, en ella, esa pulsión es genética, indispensable para la conservación de estructuras y privilegios. Sorprende bastante más la desnaturalización de los medios de comunicación que, abandonando su función informativa, se han convertido en mensajeros del pánico. Decepciona ver como en la mayoría la información se tergiversa y se ideologiza. La prensa tiene un poder inmenso y puesta al servicio de pérfidos deseos políticos engendra un ambiente irrespirable, en el que dudar o disentir de las diligencias oficiales supone una falta grave, condenada con severidad por los propios medios o por las redes.

Quizá únicamente nos reste ignorarlos. Desentendernos de las verdades manufacturadas para enmudecer nuestra subjetividad. Los miedos destruyen nuestra forma de pensar, sentir y actuar, la autonomía del ser y de ser. Malditos sean quienes, con ruindad infinita, en vez de calmarlos, los azuzan.

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