LA feria de acontecimientos que se disparó enseguida no tiene nombre ni explicación verosímil alguna, así que no me extrañaría nada que se le enrollase la cinta en el aparato al intentar fijar en su memoria magnética las barbaridades que tendré que contarle.

Yo venía notando que si bien Sergio podía mantener sus constantes vitales en un funcionamiento digamos relativo, las líneas que definían su anatomía estaban sufriendo unos lentos pero indisimulables desarrollos que en un principio no supe bien a dónde querían llegar. De cualquier forma no tardaron mucho en mostrarme algo que al inicio me produjo curiosidad, luego miedo y al final una sensación de asco y maravillamiento que soy incapaz de definir. A los dos meses de su dieta única la cara de Sergio comenzó a resaltar angulosidades nuevas, aristas duras que desfiguraron en principio la mandíbula inferior y la barbilla y después las sienes y la nuca. La pigmentación de la piel, ya castigada de suyo desde hacía tanto tiempo por culpa de las comidas musicales, giró los colores hacia un gris mortecino de ceniza que más tarde asimiló el negro metálico de los ojos, y luego el proceso de transformación de la boca, la nariz y las orejas fue de tanta enjundia que las complicadas metamorfosis de ciertos insectos parecerían apenas burdos juegos de carnaval comparadas con aquello que tuvo lugar en la cabeza de mi compañero.

Para no perderme en farragosas explicaciones de unos hechos que se sucedieron a increíble velocidad, sin darme apenas tiempo a comprender o asimilar mínimamente lo que estaba pasando, le diré que un día Sergio era Sergio del cuello para abajo y que su cabeza se había transformado íntegramente en el plato de un equipo de música de alta fidelidad. La incredulidad que debió de pintarse en mi cara aquella mañana sería muy parecida a la que tiene usted ahora mismo, aunque la mía iría sazonada con una inevitable mezcla de rabia y de tristeza. A eso le había llevado su pasión desenfrenada por la música, y me tocaba a mí ahora convivir con un monstruo al que quería con todo mi corazón y al que tendría que seguir alimentando hasta el final de sus días o de los míos.

Pero no me había acostumbrado aún a verlo caminar por el piso con aquella cabeza cuando otros movimientos musculares en su pecho y en su vientre me hicieron sospechar lo peor. Tres semanas después las sucesivas fases de gusano, crisálida y mariposa dieron como resultado que la caja torácica adquiriese las características de una pletina y que el espacio ocupado por la barriga y el pubis se llenase de los botones y las luces de colores del amplificador y la radio. Esto, aunque a usted le asombre sobremanera, a mí no me cogió desprevenido; es más, me parecía bastante lógico después de lo ocurrido en la primera fase. Y si he de decirle la verdad, le confieso que sentí una alegría inmensa al comprobar que se mantenía vivo al cambiarle la alimentación, pues el dinero ya no me alcanzaba para los discos y me era mucho más fácil robar cintas de cassette en los grandes almacenes por la obvia razón de la diferencia de tamaño.

No se puede imaginar la pena con que lo miraba comer sus cintas mientras yo fumaba en el sofá en un rincón del salón. Era realmente terrible verlo en la oscuridad con las bandas de lucecitas dando saltos al compás de una música que entonces ya solamente él escuchaba. Me atrevería a decirle que algo más que terrible, porque el estancamiento en que cayó nuestra relación en esos meses fue horadando en mi espíritu un agujero difícil de rellenar, un lugar por donde sentía que se me escapaba una parte demasiado importante de mi vida, sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo.

Luego, afortunadamente, llegó un periodo de comunión íntima con él, cuando de un lugar indeterminado de lo que fue su espalda creció un cable que desembocó en unos auriculares por donde pude al menos oír la música que él consumía cada vez con más fruición. De esta forma pasaron semanas, y ya me estaba siendo agradable ver pasear aquel equipo de música con sus piernas y sus brazos por el piso cuando de nuevo comenzaron las metamorfosis. Me pareció perfectamente normal que los brazos se alargaran y se alargaran transformándose en cables y las manos en dos altavoces de más de cien vatios de sonido, lo que intuí más agobiante es que sus piernas se ahuecaran de aquella forma para dar lugar al mueble y que desde algún lugar de los tendones y los huesos saliesen las formas tan precisas y exactas del reproductor de discos compactos y de deuvedés, que en definitiva sería el desencadenante de mi desgracia.

Desde esta última transformación hasta hoy no deben de haber transcurrido ni dos meses, así que se puede hacer una idea de lo rápido que ha sido todo para que usted y yo estemos aquí ahora, yo contándole cosas tan íntimas cuando hace apenas veinte horas ni sospechaba de su existencia.

Bien podrá imaginarse ahora la inestabilidad emocional en que me encontraba después de tantos cambios y el sobrecogimiento con que escuchaba la música que salía de mi compañero ya completamente irreconocible, transformado en un buen equipo de alta fidelidad como los que usted puede ver en las tiendas especializadas. Y podrá usted pensar asimismo que aquello era el final de una pesadilla horrenda que venía durando casi cuatro años sin dejarme un día de respiro. Nada más lejos de la tormenta que se preparaba.

Una semana después de su completa transformación, imprevisiblemente, empezó a rechazarlos discos y los cassettes con que lo alimentaba. Era levantar la tapa del plato, poner el disco suavemente en su sitio, y no me daba tiempo siquiera a dejar caer la aguja; antes ya lo había vomitado, lanzando el disco al techo con tanta fuerza que, además de que los temas quedaban partidos en mil pedazos, irreconocibles si se hubiesen podido unir de nuevo, la antaño sencilla operación se revistió desde entonces con un tufo de guillotina insoportablemente amenazador para la cercanía de mi yugular. Y lo mismo ocurría con las cintas, que antes de poder cerrar la puertecilla salían disparadas a la pared de enfrente con una velocidad endiablada...

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