Existe, desde la protohistoria de los pueblos de Europa, un muy lejano comportamiento, de cierto carácter festivo que suponía, en la noche de los tiempos, un verdadero culto ancestral a los difuntos y a su onírico e imaginario mundo y derredor.

Muy diversos antropólogos han dedicado parte de sus estudios en esas atávicas celebraciones que no son en nuestro país, ni mucho menos, tan modernas como algunos han llegado a suponer con la culturalmente impertinente importación de la llamada Haloween y la locura consumista que ha llegado a desatar entre muchos de nuestros compatriotas, llegándose a vender una producción multimillonaria de objetos y estrafalarios y esperpénticos disimulos textiles, aprovechando la actitud paleta e inculta de muchos de los clientes, entregados con fervor inusitado a la adquisición de esos disfraces y objetos chabacanos, con los que visten ellos mismos y -sin el menor rubor ni respeto- a sus propios hijos, difundiendo una fiesta, creencia y costumbre cuyo origen desconocen muchos absolutamente y que nada tiene que ver con nuestra hispánica cultura.

El culto a los muertos y las creencias sobre lo que pueda suceder después de la muerte, se ha producido en todas las sociedades, prehistóricas o históricas, antiguas y clásicas, hasta las actuales. La civilización romana, por ejemplo, creía en la existencia de manes y lemures, suponiendo que estos últimos eran espíritus que se negaban a abandonar los lugares en los que habían vivido y aterrorizaban a los vivos. Los manes, en cambio, eran espíritus de humanos virtuosos e influenciaban positivamente en la vida de sus congéneres. La Edad Media, la alta y la baja, ofrece un enorme compendio de costumbres, creencias y prácticas sobre estas tradiciones y convicciones sobre la vida del más allá.

En nuestro país disponemos de un corpus antropológico muy abundante sobre estas leyendas -memento de difuntos- que se relataban, por estas fechas, principalmente, en torno del fuego del hogar, que suscitaban el interés y la admiración de chicos y grandes mientras se asaban ricas castañas gallegas o de la Alpujarra, se servían gachas dulces con picatostes para los niños y huesos de santo, pestiños de anís o crujientes panallets de almendras y de piñones, sin falta a los mayores de espirituosas copas de aguardientes de Rute, de Alosno o de Chinchón, transmitiéndose cuentos y tradiciones de Santas Compañas, Calaveras de Ánimas, de la Güesa de León, la Estadea de Zamora o el Corteju de Genti de Muerte, en las Hurdes. A lo mejor, si esas y otras parecidas cosas enseñasen muchos padres y maestros a los jóvenes, para divertimento y aprendizaje de todos; en vez de vestirlos de ridículos zombis; se mantendrían culturas ancestrales, herencia de abuelos, nuestras de verdad y no las americano-irlandesas como ésta de ahora, tan ridícula, de Haloween. ¿O no?

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