Cambio de sentido

'Merry Christmas money'

En la liturgia del capitalismo, la Navidad es el tiempo advocado al despilfarro. Ni los disidentes se resisten

No es por epatar que afirme, como esos fariseos siempre cabreados, que me parece un exceso que agnósticos, apóstatas, infieles, ateas practicantes, católicos de salón, materialistas históricos et al. celebremos la Navidad tirándonos a matar: almuerzos de empresa donde el personal, ataviado con cuernos de reno, acaba de berrea; leñazos de lotería; bragas rojas, viajes Disney, tardes de sofá viendo pelis de niños cursis que llaman Santa a San Nicolás -que, por cierto, se parece cero al santo renegrido que está en Bari-, perfumes a prueba de pituitaria y estrellas de la ilusión que señalan el camino a las zonas comerciales. Se trata de un caso espectacular de sincretismo por el cual, tangando nuestra fe verdadera con íconos procedentes del cristianismo, adoramos al Dios Dinero que, como saben, es muy milagroso, justifica todo lo que de bueno y malo hacemos en esta vida y que casi todo lo puede.

Sucede lo mismo con quienes, por sortear la celebración del nacimiento de la figura religiosa, dicen festejar al Sol Invicto. Suena a excusa para no quedarse atrás en la fiesta masiva del consumo. No veo consagrar con tanto ímpetu la primavera -que, a la sazón, coincide con Semana Santa-, ni la entrada del verano -aunque sanjuaneemos por esas lumbres-. En la liturgia del capitalismo, la Navidad es el tiempo advocado al despilfarro. Ni los disidentes se resisten: sé de quien pone el árbol y, para mitigar la incongruencia, le cuelga hoces y martillos, o kalashnikovs de plástico, o a Frida Khalo. Lo sincero sería colgar en él extintos billetes de mil duros. Nada me turba, nada me espanta; existe una extraña ley moral no escrita que proclama que cualquier cosa es buena o mala no en sí misma, sino porque deja dinero. Los pocos que se quedan al margen del festín se preguntan calentándose las manos ante la lumbre: "¿Se me habrá puesto ya cara de grabado de Dickens?".

Hasta hace unas décadas, existía una grieta entre los cristianos practicantes y los consumistas también practicantes donde, en estas fechas, habitábamos buena parte del personal: la de la costumbre popular, donde cabíamos nenas que cantábamos villancicos muy profanos, amistades a lo largo, familias que no necesitaban mostrar sus alimentos ante instagram, los reyes que se les echaban sólo a los chaveas. Y un chato de vino en Bar Quico justo antes de ir a la cena, con el que brindaban -ahora que no viven los entiendo- cada Nochebuena dos hermanos mal avenidos.

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