Miradas en el metro

Al llegar a casa, comprendí que todas esas miradas no eran de admiración, sino de reproche. Ya decía yo.

A todas aquellas personas que se les olvida la mascarilla al salir de casa

ME subí en el metro en La Caleta y vi que un hombre me mirada con insistencia. Estaba sentado justo enfrente de mí. Pensé tal vez que debía de ser algún lector que había visto mi fotillo en el periódico. El vagón iba casi vacío. El hombre se bajó en la siguiente parada y allí se subieron dos chicas alegres y volanderas con sendos cartapacios pegados al pecho. Iban hablando entre ellas cuando una se me quedó mirando. Le cuchicheó algo a su amiga y ella también me miró. Luego se rieron y siguieron con lo suyo. Me sentí incómodo y con disimulo me miré la bragueta por si la llevaba abierta. No la llevaba abierta, estaba convenientemente cerrada. En Méndez Núñez se subió una octogenaria con un carrito de la compra. Me miró también y de pronto frunció el ceño. Y comenzó a renegar en ese idioma que solo saben emitir los viejos gruñones. Lo sé porque yo a veces también practico ese idioma. Para evitar más miradas insistentes me senté, saqué un libro que llevaba en la mochila y me puse a leer. Ahora estoy con las crónicas insólitas que ha escrito José Luis Delgado sobre Granada. En Alcázar Genil se bajó la anciana que renegaba, pero entraron dos señoras con porte de ir de compras. Las miradas de estas eran más adustas y toscas si cabe. Seguí leyendo como si nada. Entró a continuación una mujer de unos cuarenta años esbelta y de pelo negro como el azabache. Levanté los ojos del libro y vi que también me estaba mirando fijamente, tanto que creí que había ligado. En un momento pensé en cerrar el libro, levantarme y comenzar una conversación que empezara hablando del tiempo, del frío que hacía, por ejemplo. Pero como soy lento en caer en cuenta de las cosas y estoy lleno de normas interiores que actúan como un freno sobre mis deseos, la mujer se fue sin yo decirle nada. Me bajé en Palacio de Congresos y al entrar en mi casa mi esposa me miró con el mismo descaro que los pasajeros del metro. Después me dijo en tono de recriminación:

-¿Ya se te ha olvidado otra vez ponerte la mascarilla?

¡Coño!, exclamé yo. Entonces comprendí que todas esas miradas en el metro no eran de admiración, sino de reproche. Ya decía yo.

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