Monarquía y afectos

Las cosas que se dicen de los últimos años no pueden ser timbre que merezca la Corona, ni personal, ni institucionalmente

Es difícil, si no imposible, por el momento, llegar a comprender la inesperada situación, que nadie hubiese podido vislumbrar, hace sólo veinte años y que, según se nos han venido presentando los acontecimientos, sólo el propio rey, Juan Carlos I, es quien parece que ha ido decidiendo que así fuesen las cosas y que por estos extraños callejones hubiesen de deambular los años finales en la biografía de un monarca español excepcional al que, pese a todo lo que parece acontecido, hay que agradecer, sin lugar a duda alguna, gran parte de la reciente y difícil historia democrática de nuestro país.

No voy a perorar por escrito y aquí, con alguna solemnidad y en estas cortas líneas; sobre la inmensa nómina de méritos que don Juan Carlos parece que ha determinado lanzar por la borda del barco de su vida, con sorprendente displicencia y decisión que parecieran impropias de una egregia figura histórica de descomunal dimensión.

Si bien esto que decimos pudiera ser verdad -o no serlo, en gallega reflexión, propia del más reciente ex presidente de Gobierno- no sería menos cierto que, pese a esa extremada independencia de pensamiento y voluntad, que distintos biógrafos atribuyen al monarca emérito, ha debido de estar mal, muy mal aconsejado por sus voces más cercanas. Y esto sabido que no siempre estuvo rodeado de amigos que -además de serlo o por el hecho de serlo- hubiesen debido contribuir mejor en servicio de la Institución que don Juan Carlos ha encarnado durante tantos años y al prestigio personal que, a lo largo de su muy difícil vida, supo ganarse, por convicciones y esfuerzo y que han redundado en un impagable servicio a España y a los españoles.

Pero es verdad que la perplejidad que causan las cosas que se dicen de los últimos años -sin haber sido probadas en instancia y por personas adecuadas a la gravedad de los asuntos- no son, no pueden ser, de ninguna forma, timbre que merezca la Corona, ni personal, ni mucho menos institucionalmente.

En mi caso -y no es la primera vez que lo digo- siempre me he declarado partidario de la monarquía parlamentaria. No voy a entrar ahora -tampoco- en las razones -o sinrazones- que pueda uno tener. Pero sí recuerdo que, cuando la primera vez que le estreché la mano y charlamos largo de Granada, me atreví a decir, en claro castellano y para asombro de los demás presentes -por mi posible impertinencia- que mis convicciones monárquicas lo eran hacia la Institución, por encima de la persona que la encarnase, aunque en ese momento, subrayé, coincidiesen los afectos. El rey, en claro castellano, también, me lo agradeció sinceramente. Hoy, ¿tendrían que cambiar los afectos? ¿O no?

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