Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

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Monarquía fluida

Un monarca puede pasar de Charles Darwin, de Mendel y del genoma paterno, pero no del trono

Una de las cosas buenas de las monarquías es que son anteriores a las leyes de Mendel, a Darwin y a las normas del genoma. Y si se me apura, anteriores al mismo Dios. Y así transmiten a sus herederos sólo lo que quieren transmitir. El trono, siempre. Y de acuerdo con unas leyes férreas, que unas veces impiden el acceso de las mujeres a la corona y otras, lo permiten, detrás siempre del hijo varón. Felipe VI ha heredado de su padre, lo que le ha convenido: el trono, pero aseguran que ni los vicios ni las bribonadas ni los ahorrillos ni los dilatados currículos sexuales. Ha raspado bien el genoma borbón de rémoras con el estropajo del desapego. Se podría decir que las monarquías, como el género, son fluidas. El actual monarca reinante, culto, guapo e inteligente puede elegir qué acepta de su padre y qué trapos sucios deja que fluyan y que los arrastre la corriente para que no le comprometan. ¡Qué más quisiera yo que no ser prognato como Carlos V! Porque mi padre era prognato y mi estirpe por parte de padre tiene la piel muy blanquita; son rubios y muy austriacos. El prognatismo es rasgo saledizo y ansioso, como si hubiera un desacuerdo entre la mandíbula superior y la inferior; y la de abajo quisiera llegar a todo antes que la de arriba. Estoy convencido que un antepasado mío, si bien era el fruto de las correrías galantes de Carlos V y de su corte prognata por la Calle Elvira, cuando se pasaron en 1525 seis meses en la Alhambra, no lo era directo del emperador ni era su sucesor, por supuesto, porque, de serlo, hubiera renunciado a este desacuerdo de las mandíbulas, haciendo uso del privilegio real de recibir del genoma paterno lo que a uno le sale del arco del triunfo. Felipe VI, pese a haber almorzado con su padre, no corre, pues, peligro alguno de contagiarse con sus miasmas. O se infectará solo con las que le plazca. Es conocido que ciertos ancianos, pese a haber disfrutado de vidas plenas, llenas de regatas, de mando, de interacciones sexuales y de platos de gambas, cuando ven cerca su ocaso, dejan la puerta del servicio abierta sin importarles sofocar a súbditos, familiares y amigos con el hedor de sus deposiciones. Y no solo a los reyes, Felipe González y José María Aznar, presidentes democráticos, cada vez se preocupan menos del tufo que dejan cuando hacen de cuerpo en los medios. Apestan.

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