MANUEL RUIZ ZAMORA

Monarquía o populismo II

EN estos momentos (y subrayo el temporal) no existe en España más disyuntiva que monarquía o populismo. Monarquía en las circunstancias actuales es sinónimo de libertad, de estabilidad y de progreso, de la misma forma que república lo es de populismo, de unilateralidad y, en definitiva, de tiranía. Hace más de dos mil quinientos años, Platón y Aristóteles, que tuvieron que ver cómo la democracia ateniense sucumbía a manos de los demagogos, escribieron lo siguiente: "Es razonable, entonces, nos dice Platón, que la tiranía no se establezca a partir de otro régimen político que la democracia, y que sea a partir de la libertad extrema que surja la mayor y más salvaje esclavitud". Aristóteles es mucho más descriptivo: "pero donde las leyes no son soberanas, ahí surgen los demagogos… Un pueblo de esta clase, como si fuera un monarca, busca ejercer el poder monárquico sin estar sometido a la ley, y se vuelve despótico, de modo que los aduladores son honrados, y una democracia de tal tipo es análoga a lo que la tiranía entre las monarquías". Los demagogos se han presentado siempre como demócratas radicales, pero su único objetivo, lo sepan o no lo sepan ellos mismos, es el despotismo.

Entiéndanme bien: como la mayoría de los españoles no siento por la monarquía otra predilección que la puramente pragmática. En términos políticos, la elección entre monarquía y república me parece aproximadamente tan relevante como declararse del Madrid o del Barcelona: una mera cuestión de reafirmación personal. Mucho más sustancial es, sin duda, la disyuntiva entre democracia y tiranía, y repito: la estabilidad democrática en estos tiempos de rampante, por no decir soez, populismo tan sólo está garantizada por la continuidad de la monarquía. Hace unas semanas, en no sé qué acto celebrado en Cataluña, se escucharon fervorosos vivas al Rey y a la monarquía. Pues bien, en la intensidad un tanto desesperada y reivindicativa de esos gritos no resultaba difícil apreciar un significado que trascendía ampliamente su apariencia meramente institucional: era vivas a la libertad frente a la amenaza del chantaje nacionalista, eran vivas a la diversidad amparada por la Constitución, eran vivas a la unidad de la nación, que es como decir a la solidaridad, la paz y a la convivencia. No hay absolutamente nada reaccionario en todo ello.

He leído en varios periódicos que la base sociológica de ese fenómeno mediático que es Podemos está representada mayoritariamente por individuos varones de unos 40 a 54 años. No me ha sorprendido. Si uno escarba un poco en las fotografía de las concentraciones del 15M se topaba con una presencia bastante inquietante de carcamales circunflejos.

Hay una parte importante del resentimiento social generado por la crisis que resulta incuestionablemente legítima: es la de quienes se vieron de pronto sin trabajo, la de quienes de la noche a la mañana no pudieron acceder a servicios públicos que antes les eran proporcionados como derechos.

Pero hay también una parte nada desdeñable del mismo que nace de circunstancias personales que sólo pueden ser calificadas como frustrantes. Es el resentimiento de muchos que, esclavos de las más diversas mitologías, fueron apostando sistemáticamente contra sí mismos y que ahora, ante el abismo de la vejez y la evidencia del fracaso, pretenden, como siempre han pretendido, que sean los demás quienes paguen sus facturas. Son los que confían ciegamente en que un cambio radical de régimen les depare la oportunidad de ser lo que ellos, por si mismo, no han podido.

Es preciso desmontar también esa extraña inercia asociativa que vincula república con izquierda y a ésta con progresismo. Si el esperpento bolivariano de los chicos de Podemos es la alternativa progresista a la monarquía, permitidme que me decante sin dudarlo por esta última. Pero es que además, como puede comprobar cualquiera que recorra las tertulias televisivas, existe una ultraderecha levantisca que no para de gritar por los platós aquello de Delenda est Monarchia. Este grito que, en tiempos de Ortega, representó lo mejor del progresismo (aunque luego se viera obligado a reconocer que "no es esto") se ha convertido en nuestros días en el caballo de batalla de la peor carcundia patria. Los más nostálgicos, los más reaccionarios, los más intolerantes se han concentrado alrededor del cuento de la república.

En realidad, no hay mito mayor que el de las dos Españas: son y han sido siempre la misma. La sempiterna España intransigente, la España de cruzada y fanatismo, la de la hoguera siempre preparada para quienes discrepen de sus ensueños teológicos. En este momento ambas están intentando acabar con todas las intermediaciones para quedarse de nuevo frente a frente y volver por donde solían. Pues bien, querido lector, entre esos delirios dogmáticos nos encontramos tú y yo, a menos que tú también seas uno de esos que abomine de cualquier otra voz que no sea la que te dicta tus prejuicios. Entonces, no te engañes, ni este artículo ni la democracia son tu sitio.

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