¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Moño e Historia

El moño de Iglesias debe verse como un mojón más en el camino que nos conduce al paradigma del hombre nuevo

Hubo un tiempo en que las mujeres sólo mostraban su pelo suelto en la intimidad de la alcoba. Para los hombres de levita, ver a una señora libre de horquillas y tocados podía suponer un potente revulsivo erótico, y si la extática contemplación era acompañada de una botella de champaña, mejor que mejor. Daba igual que fuesen cigarreras altivas o burguesas de polisón y esclavina, las féminas salían siempre a la calle con la nuca al aire y el tobillo tapado, como la moda mandaba. Sin embargo, en estos tiempos en los que se ha impuesto definitivamente la confusión de géneros, el moño y otros tipos de recogidos capilares han dejado de ser privilegio exclusivo de las damas para volver a ser una costumbre compartida por los dos sexos. Es el eterno péndulo de la historia, pues no hay que olvidar que los marinos más bravos de nuestra Armada surcaron arrogantes los mares sin renunciar a su coqueta coleta recogida con un lazo de raso o terciopelo, y que José Cadalso, escritor y oficial del Regimiento de Caballería Borbón, murió gloriosamente en combate frente al inglés sin renunciar a unos graciosos rulos que dejaban al aire sus orejas de íbero.

Sirva el párrafo anterior para dejar claro que no nos disgusta el gracioso moño de samurai que el vicepresidente Iglesias luce últimamente; ni tampoco su delicado pendiente, aunque según la ley vieja este complemento era privilegio exclusivo de aquellos navegantes que atravesaban el Cabo de Hornos, auténtica ejecutoria de nobleza de los hombres de la mar. Cierto es que el banco azul nunca ha destacado por el atrevimiento capilar de los señores ministros, pero también que los tiempos han cambiado y que Unidas Podemos tiene la sacrosanta misión de marcarnos la ética y estética del hombre nuevo. El moño de Iglesias debe verse como un mojón más en el camino que nos conduce al paradigma del varón del siglo XXI, capaz de entregarse a los placeres de la cosmética y la peluquería sin que por ello tenga que renunciar a irse de chatos con los terroristas de ETA por las calles vascongadas.

Es difícil, decíamos, encontrar pioneros estéticos en los gobiernos de España. Así, a bote pronto, sólo se nos vienen a la cabeza las atrevidas y elegantonas corbatas de Arias Navarro, auténticos alardes de óptica pop, y muy superiores a los aburridos complementos democráticos posteriores. Pero, insistimos, lo de Iglesias va mucho más allá que la mera revolución del gusto; es, sobre todo, un manifiesto capilar a favor de ese hombre que está alumbrando la nueva era y que friega sesudo los platos, posando para la historia, como en un cuadro de Eduardo Rosales.

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