La persona a quien más debo era católica practicante, de esa rara avis que observa el precepto de Mateo 6.3: "Cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha"; como la caridad, el sentimiento, si es verdadero, es antes que nada íntimo. Ella no gustaba de los funerales porque sostenía que poco había que hacer en ellos: el muerto no estaba allí, su suerte estaba echada, y nadie podría ya abrazarlo ni procurarle paz. Los pésames a los familiares arropan y empaquetan un rato la soledad y la pérdida. No es, pues, dar limosna el mostrar las condolencias a quienes de verdad amaron al muerto, y no pocas personas sienten sincera compasión al hacerlo. Es un acto social y, para muchos, necesario. Por el contrario, los minutos de silencio gritan la insinceridad de no pocos mudos de ocasión.

Hace años que me producen urticaria en los campos de fútbol. Los minutos de silencio por un atentado o por un socio señalado no sólo pueden ser violentados por los gritos de los canallas habituales de los estadios. No sólo se practican ante una masa heterogénea que, en general, nada compadece: va a ver a su equipo, y en cuanto pita el árbitro, adiós muerto, la masa ruge. Sirven para pompa y circunstancia del palco, donde llora un familiar que lloraría mejor a solas. Son una fuente de agravios y de práctica del nepotismo: "A tu padre se le hace, ¡cómo si se le hace! ¡Qué gran atlético fue!", aunque hace dos semanas muriera uno con más viejo carné y menos relevancia local. Son una forma de dejar clara la centralidad en el club de fútbol, en la asociación, en el colegio profesional. Todos moros en la compasión y el homenaje, o todos cristianos. Debe de haber fórmulas de reconocimiento post mortem asépticas: un crespón todos por igual, una foto 24 horas en la web.

Por eso, en un primer instante, me pareció bien que Podemos no secundara el minuto de silencio en el Parlamento por la muerte de la controvertida Rita Barberá (alguno que se dio allí golpes de pecho estaría, en el fondo, aliviado). Pensé que era una forma de protestar por el agravio comparativo con la muerte del parlamentario Labordeta, a quien se le negó el minuto de marras. Pero luego se entera uno de que Podemos secundó con gran pose de aflicción internacionalista y roja, abducidos todos por el morbo de la figura de un cura etarra, Periko Solabarria. El respeto exprés de un minuto de Iglesias y los suyos eran una táctica, pura fachada de plañidera con la carrera de Políticas. El oportunismo y la falsedad suelen gravitar en la espesa atmósfera de esos minutos negros y silentes.

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