Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

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Muertes de cerdo

Antes de que Garzón destapara las cochiqueras, tuve la oportunidad de hablar de la cría y matanza del cerdo

Hace poco volví con Antonio Muñoz Molina al Francés -hoy San Remo-, un restaurante granadino que frecuentábamos en los 80. Antes de la pandemia, habíamos desayunado un día en el Comercial, el café de las tertulias madrileñas de Machado. Hacía mucho que Antonio Muñoz y yo no nos veíamos. En estos casos, en el que un amigo ha triunfado y el otro no ha pasado de la condición de jubilado disruptivo, siempre se corre el peligro de que uno hable de sus éxitos y el otro trate de arrastrar al triunfador al tiempo en el que todavía no era famoso. Seguramente, por mérito suyo, en estos dos encuentros ha fluido de nuevo el afecto que nos tuvimos y que nos ha permitido pasar un buen rato cuando hemos vuelto a vernos. Yo tenía mucho interés en hablarle de su último libro, Volver a dónde. De la maestría inigualable con la que vuelve al "tiempo perdido", el de su infancia y adolescencia. Le dije que, el leerlo, me había devuelto a mis siete años de niño en Villanueva del Arzobispo, no lejos de Úbeda. Unas excelentes patatas bravas y un vino 'inspirador', consumidos en el mismo comedor de entonces, y la posibilidad de disfrutar de una riquísima hamburguesa, nos llevó a hablar de la cría familiar del cerdo; y del rito ancestral de su matanza, en el que participamos de niños, y que Muñoz evoca en su libro. Todavía no había tenido lugar la polémica suscitada por las opiniones de Garzón sobre las macrogranjas. Comprando yo, días después, morcilla y careta de cerdo en una tienda de Monachil, donde se procesa, post mortem, la carne del marrano como lo hacía mi abuela, supe que ahora a los cerdos se los gasea y no se los apuñala. Lo achaqué a la bondad innata del ser humano, pero la tendera no me dejó hacerme ilusiones: "Es para que el estrés no haga más fibrosa la carne del animal". A los niños, y Antonio coincidió en ello, lo que nos espantaba de la matanza eran, sobre todo, los chillidos casi humanos del animal. Porque el cerdo nos resulta, a la vez, cercano y lejano. Son juguetones y adictos al placer, insolentes y cariñosos. Serían los mejores amigos del hombre si no nos asustara lo que se nos parecen. Antonio me informó de que antes, para tranquilizar al cerdo y aliviar su estrés, se le introducía un dedo en el ano, al tiempo que se le cortaba la yugular. Descarté la hamburguesa. Pedí magret de pato.

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