La tribuna

Manuel Bustos Rodríguez

La Navidad mutada

LOS días de Navidad son sin duda un tiempo único para percatarse de los enormes cambios experimentados por la sociedad española en las últimas décadas. Quienes hemos cumplido años recordamos nuestras calles y hogares llenos, junto a las luces, de símbolos cristianos. En la actualidad, y en este año especialmente, han sido literalmente barridos. En su lugar, al lado de las mismas luces de antaño, abundan otros, indeterminados, que apenas los más avisados serían capaces de relacionar con el sentido propio de la Navidad. Es más, se ha ido tan lejos, que hasta su mismo nombre ha quedado abolido, siendo sustituido por otro, Felices fiestas, tan difuso como los actuales signos. A la vista de ello, parecería como si, en España, jamás hubiera habido un solo cristiano y, si hoy existiera, estuviese desaparecido.

Es como si la cultura de este país, otrora llamado Monarquía Católica, proviniera de unos míticos orígenes precristianos o de los bosques y estepas nórdicos. Y no recuerdo estas cosas en tono de reproche: creo que es hora ya de que los cristianos afrontemos los hechos tal cual nos han venido, quizá por nuestro cansancio, miedo al compromiso o débil presencia pública, trabajando en pro de una Navidad más auténtica en nuestro corazón y nuestras costumbres. El resto se nos dará por añadidura. En cuanto a quienes se sienten satisfechos con el cambio o les da igual una cosa u otra, allá ellos: el tiempo les dirá si ha merecido la pena el trueque.

En cualquier caso, el asunto bien merece una breve reflexión. Un primer vistazo nos muestra que, en este país, se ha hecho realidad por fin lo que anunció en su día Azaña: "España ha dejado de ser católica". O, ya más cerca, Alfonso Guerra: "A este país no le va a conocer ni la madre que lo parió". Pero esto contrasta fuertemente con las estadísticas, donde la mayor parte de la población española se confiesa católica. Y no sólo eso: en la práctica, nuestras iglesias cuentan aún con una incomparable asistencia de fieles y los colegios de religiosos rebosan de solicitudes de padres que desean para sus hijos la enseñanza y formación que en ellos se imparte. No digamos ya nada de las procesiones y otras manifestaciones similares (coronaciones canónicas, romerías, Corpus, etc.) en la calle, especialmente en Andalucía, repletas de participantes.

Resulta insuficiente para explicarlo decir que se trata de algo meramente cultural o de puro catolicismo sociológico. Lo primero, porque es evidente que no siempre es así; lo segundo, porque cabe replicar al respecto, si, precisamente por ello, no debería repetirse igualmente el mismo fenómeno en la Navidad. En todo caso, creo que es obligado preguntarnos acerca de la calidad de nuestro catolicismo.

Tampoco se puede argüir que la disolución de lo cristiano en la Navidad sea fruto de la conversión de los españoles, con sus autoridades a la cabeza (y, en este tema, no hay diferencias entre partidos), a la tolerancia y el pluralismo religioso. Es como si en el mundo musulmán, mayoritariamente islámico, sus dirigentes decidiesen que las mezquitas no llamasen a oración o que se retirasen los símbolos de su religión para no provocar con ellos a la minoría cristiana. ¿Acaso dicha minoría, sea de una u otra religión, no sabe en qué país vive y qué es lo que debe de aceptar en él? ¿O es que nosotros vamos a ser más papistas que el Papa? Si de laicidad se trata, aquí sólo sería teórica, puesto que la mayoría, insisto, se confiesa creyente.

En todo caso, al margen de esta realidad, qué duda cabe de la colaboración por acción y, sobre todo, omisión, de la misma ciudadanía que sigue considerándose cristiana. En efecto, no deja de llamar la atención el papanatismo y la falta de consistencia de una parte sustancial de ella. Su pasotismo es, los casos no faltan, descorazonador. Aparece desfondada, sin raíces, aceptando servilmente lo que le echen. Lo mismo le da Halloween que el Día de los Difuntos, Papá Noel que los Reyes Magos, la Semana Santa que las vacaciones de primavera… Y, si no, eclecticismo al canto: se celebran las dos cosas a la vez y punto. Lo que también se traduce en que aquí el más tonto toca el arpa y que, tal vez con la excepción de la pela, con una parte sustancial de dicha ciudadanía se puede hacer lo que se quiera con tal que unos cuantos, comprometidos con una causa disfrazada de tolerancia y modernidad, se lo propongan, sepan vender y tengan enfrente una masa tan generosa con los excesos de ciertas minorías.

De los costes de la pasividad y el aborregamiento generalizados, la historia patria está repleta de brillantes ejemplos.

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