La tribuna

José Antonio Pérez Tapias

Necesidad de Europa

Es síntoma de la situación de Europa que un europeísta como Jürgen Habermas titule ¡Ay, Europa! uno de sus últimos libros. El tono de la exclamación no implica concesión alguna al desaliento. Todo lo contrario, a lo largo de la obra su autor sigue manifestando su firme compromiso con la construcción europea. Su actitud y sus palabras valen como referencia en momentos cruciales en los que estamos convocados a elegir a quienes nos van a representar en el Parlamento europeo. No obstante, y visto lo ocurrido en anteriores convocatorias europeas, recae también sobre la próxima del 7 de junio el temor de que una elevada abstención confirme que importantes sectores de la ciudadanía no encuentran motivos para ir a las urnas. ¿Es que no interesa Europa? ¿Por qué esa actitud distante respecto a las cuestiones europeas, que a lo sumo parece vencerse si las elecciones europeas se tiñen de connotaciones nacionales? Todo sería distinto desde el convencimiento de la necesidad de Europa.

La actual crisis económica marca la coyuntura en que estamos. En medio de ella, se aprecia bajo nueva luz lo que significa la UE. Así es a pesar de las contradicciones entre sus miembros -vimos las distancias entre Francia y Alemania, por una parte, y Reino Unido, por otra, en la reunión del G 20-, a pesar de la lentitud en sus medidas del Banco Central Europeo, a pesar del diluido papel de la Comisión y de su presidente Barroso, a pesar del euroescepticismo difundido desde la misma presidencia checa de la UE, a pesar de las incertidumbres que pesan sobre el Tratado de Lisboa… Todo ello no merma la convicción de que para salir de la crisis es mejor estar dentro de la UE, que fuera. Es cierto que incluso en los países con euro aparecen planteamientos proteccionistas que reeditan nacionalismos económicos, pero no dejan de verse como medidas transitorias de gobiernos que responden a urgencias de sus sociedades. Se espera volver al cauce de las decisiones y reglas comunes. En el mundo del mercado global no hay Estado, por mucho keynesianismo que se profese, que pueda plantear en solitario, en trasnochado ejercicio de soberanía, su política económica. Si a ello añadimos los retos de la regulación del sistema financiero, de objetivos de desarrollo global, de lucha contra el cambio climático, etc., queda aún más claro que la UE es necesaria como actor colectivo del cual hemos de formar parte.

En tiempos como los que vivimos se hace aún más notorio que las decisiones que se toman en la UE nos afectan en gran medida. Las directivas que emanan del Parlamento europeo condicionan los desarrollos legislativos nacionales. De ahí, por ejemplo, la importancia que tuvo el que en él se frenara aquélla con la que se pretendía que la semana laboral pudiera prolongarse hasta las 65 horas. Es buena muestra de la trascendencia de lo que se decide en las instancias europeas y de la importancia de que se lleve a ellas el modelo de una Europa social que profundice en derechos de su ciudadanía y en el carácter inclusivo de la democracia que debe reinar en la UE y en los Estados que la integran.

La necesidad de Europa no se queda en lo constatado acerca de por qué es necesaria para nosotros -recordemos lo que han supuesto los fondos europeos para nuestra tierra-, sino que tiene su reverso en aquello de lo que Europa está necesitada y que nosotros, sus ciudadanos, debemos aportar. Europa necesita impulso para decantar su futuro como Unión política supranacional, capaz de hacer valer su peso en un marco multilateral de relaciones internacionales a favor de la paz, del desarrollo solidario de los pueblos, de la democratización de los Estados y del respecto a los derechos humanos. La verdad es que el futuro de esta "Europa difícil", como la describe el filósofo Étienne Balibar, depende de que sepa transitar hacia una "Europa cosmopolita", horizonte que dibuja el sociólogo Ulrich Beck. La clave está en que los Estados nacionales de la Unión sean capaces de autolimitarse en su nacionalismo. Y la clave de la clave, en que su ciudadanía impulse ese proyecto político experimentándose como demos, como pueblo con "poder constituyente". En tanto así ocurra, el electorado europeo dejará de ser abstencionista y diremos, con Michael Hardt y Antonio Negri, que ello quizá sea síntoma de que la innovación política que la UE supone estará transformando el imperio de un mundo sometido a la difusa pero efectiva soberanía del mercado global.

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