La chauna

José Torrente

torrente.j@gmail.com

Odio

Es su fervor supremacista el que enerva el brío del músculo de la intolerancia, hasta que la violencia defrauda a la propia democracia

En la España posmoderna que pretenden reconvertir en vegana y republicana; antitaurina y feminazi; pueril, rencorosa y friki; totalitaria, zafia, envidiosa, triste y comunista, empiezan a destacar los destellos violentos de quienes se aferran a su utopía anticapitalista para acusar a todos los demás de fascismo.

Pareciera imposible discrepar del credo impuesto por esa nueva ola inquisidora, sin arriesgarse a sufrir consecuencias en la integridad personal, o sin que medien amenazas por el atrevimiento a discutir las ideas, por no compartirlas. Se requiere tal pulcritud en el lenguaje, un nivel de sometimiento al diccionario español-progre, progre-español en el día a día, que hasta comer en familia en un burguer o montar a caballo, se ven como actos señoritingos y fachorros.

Coinciden los más violentos de la peña entre quienes menos edad tienen, y, por ende, menos motivos acreditan para resultar tan intolerantes. Su escolarización, plenamente hecha en democracia, habría de ser garantía de valores inexcusables. Que no se atisban. En Murcia hicieron una demostración reciente de su nivel afectivo y democrático; afecto que reiteran a menudo los de Arran en Cataluña y sus borrokers de los CDR o Alsasua. Boicotean mítines o conferencias universitarias de quienes no les representan; masacran con escraches, no siempre pacíficos; atentan contra policía, guardia civil, sedes políticas, vehículos o viviendas particulares. Actos puntuales, según el ministro Marlaska, pero cada día hay varios. De puntualidad similar.

Es terrible comprobar que hay quien, por muy distante ideológicamente que se halle con Ortega Lara, le desee volver al zulo aquel en el que lo único que le hubiera hecho feliz habría sido su muerte. Se supone que la educación en democracia instruye en valores como ética, legalidad, pluralidad, integridad, tolerancia y respeto, especialmente a quienes sufren o sufrieron el terrorismo.

Pero prefieren el odio al diálogo. Es su fervor supremacista el que enerva el brío del músculo de la intolerancia, hasta que la violencia defrauda a la propia democracia. Qué tiempos aquellos del make love not war de sus papis. Hoy sus hijos usan pasamontañas y tiran piedras o pintura para reivindicar el odio como arma de expresión política. ¿Democráticos? La crítica, sí. Su violencia y su odio, en absoluto.

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