EL Juzgado Penal número dos de Barcelona juzgó ayer a un sacerdote católico acusado de abusar sexualmente de dos niñas de diez años a las que habría realizado tocamientos libidinosos durante su clase de religión. Ocurrió en Igualada durante el curso 2003-04. Le piden cinco años de cárcel.

Esto puede ocurrir hasta en las mejores familias (iglesias, quiero decir). Se aparta al elemento de un ministerio al que ha denigrado con su acción, se pide perdón a las víctimas, y listo. Pero es que en este caso el cura ya tendría que haber sido apartado: en 2007 la Audiencia de Barcelona confirmó la sentencia que le había condenado a dos años de prisión por abusar de una disminuida psíquica, en el año 2000, en una iglesia de la misma Igualada. Para evitar que lo denunciara el muy canalla le regaló a la joven una bolsa de patatas. Por tanto, si la Iglesia católica hubiera sido coherente tras conocerse la primera agresión les habría ahorrado a las dos niñas la vergüenza y la humillación de ser vejadas por el hombre destinado a inculcarles la fe que sus padres eligieron.

En Ohanes (Almería) el alcalde, Juan Francisco Sierra, socialista, dimitió en enero pasado alegando motivos de salud y problemas para compatibilizar el cargo con su trabajo de funcionario de Medio Ambiente. Ni enfermedad ni incompatibilidad: la Fiscalía le estaba investigando por la denuncia de un empresario al que habría exigido dinero a cambio de favores urbanísticos. La denuncia es más bien fundada: hay un vídeo absolutamente espectacular en el que el empresario le entrega un sobre con 28.000 euros y la conversación entre ambos no deja lugar a la duda acerca de lo que con él se está pagando (se puede ver en Youtube). La escena es sobrecogedora y el alcalde también es sobre-cogedor.

¿Y qué tienen que ver el cura de Igualada y el ex alcalde de Ohanes? Por el contenido de sus delitos, nada. Por la reacción de las instituciones a las que pertenecen uno y otro, mucho. Iglesia católica y Partido Socialista han actuado con el mismo objetivo: tapar discretamente a los delincuentes en la falsa creencia de que de ese modo se evitarían el escándalo. El resultado inexorable es que el escándalo se multiplica, ya que a la falta misma se añade el intento de ocultarla. De este modo ocurre que el mecanismo de autodefensa activado por ambos para preservar la imagen colectiva se convierte en instrumento de un descrédito aún mayor que, además, implica de alguna manera a todos sus compañeros y colegas en vez de circunscribirse a los individuos que han actuado irregularmente.

El patriotismo de partido o de religión: he ahí la gangrena que va destruyendo la credibilidad de las instituciones.

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