Pensándolo mejor

Miguel Hagerty

Optimismo

LOS sabios avisan de que los comienzos son los más difíciles. Curiosamente, esta advertencia, sin duda sabia, parece aplicarse a todos los comienzos menos al más sonado y generalizado: el año nuevo. El adagio en cuestión no puede estar más claro y, sin embargo, pocas veces se ha tomado en serio a pesar de que la experiencia propia y ajena aporta evidencias concluyentes sobre la veracidad del mensaje que transmite. Cualquier bebé podría testificar, nada más echarse a andar, de que esta sentencia constituye una verdad como un templo.

Pero, pese a tener la lección más que aprendida desde hace años, lustros y -¡ay!- décadas y después de pasar una temporada larguísima en gastar el doble de la paga extraordinaria -quienes tienen la suerte de cobrarla-, en tonterías, muchas veces innecesarias, nos olvidamos de lo escarmentado y, con las uvas aún no tragadas del todo, nos lanzamos a los doce meses entrantes con un optimismo desmesurado.

Personalmente, estoy completamente a favor de un tipo de optimismo que se basa en vaticinios con una posibilidad de éxito de más de, digamos, el 50%, o, lo que es lo mismo, el 51% como mínimo. No obstante, el optimismo del 51% es jugar con los dados trucados y no es, realmente, optimismo sino apostar por lo más probable. El optimismo, llamémosle vital, es el único que realmente merece la pena practicar y es imprescindible practicarlo todos los días y a todas horas. Veamos.

Mientras los políticos, una raza aparte, juegan al falso optimismo cada cuatro años, nosotros tenemos la posibilidad de aplicar la sana costumbre de levantarnos con buena cara no ya una vez al año, sino cada día. Un paseo por las obras callejeras de Granada, que, por su lamentable aspecto, no se sabe si están a punto de terminar o de comenzar, no debe ser motivo de depresión o pesimismo, sino de optimismo. Si no nos gustan, podemos votar a quienes pondrán remedio al desaguisado dentro de cuatro años. Si nos gusta tragar polvo, pasar calor, frío y ver siempre tonos grises y árboles muertos, mejor que mejor.

El principio del año es, como toda medida del tiempo, completamente artificial, aleatorio y simulado y su celebración no puede ser, por definición, más que una extensión de esas características. Los habitantes de Bérchules lo saben mejor que nadie desde que celebran el primero de año el uno de agosto por culpa de una buena mala pasada del reloj del Ayuntamiento, a causa de un corte de luz.

Por el contrario, nuestras actitudes vitales no conocen límites temporales. Van y vienen como el viento, el viento de nuestra respiración. ¿Feliz 2008? Depende de nosotros.

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