Otegi: quien mata, se marca

La muerte en el terror no se puede, no se debe perdonar. A lo peor se podría enterrar bajo una oprobiosa losa de olvido

El terror nunca puede ser opción, ni se puede tratar de justificar por causas -que nunca razones- de carácter político. El terror es la depravación de quien lo ejerce y nunca enaltece ni eleva a los podios de los héroes a aquellos que se degradan, que se humillan voluntaria y enardecidamente a la clase de asesinos. El que mata o induce a ello, causando brutal, inmisericorde sufrimiento, entre aquellos a los que con sus acciones sojuzga y finalmente les arrebata la vida, aunque pidiese un millón de veces el perdón, no podrá encontrar nunca esa dádiva extraordinaria, ni atisbo de comprensión entre los que causó el tormento infinito de la ausencia de la vida de aquellos a los que amaban, a sabiendas, además, de que ese dolor que con su terror y muerte causaron, era incurable y ni tan siquiera tenía la susceptibilidad de ser mitigado, atenuado en algo, aliviado con el bálsamo del transcurso del tiempo. Pero no, no es así.

Quien mata, quien amedrenta, quien impone e intimida con la amenaza cierta, feroz y descomunal de la muerte, queda por propia voluntad y decisión, manchado, señalado, marcado para siempre por una rara y diabólica e invisible señal, como una res bajo el hierro incandescente, como un tronco de madera señalado en el bosque por los leñadores. Y eso es irresoluble porque, a lo más, por la otra parte -y haciendo acopio en lo profundo del alma- podrá encontrar, sobre indestructibles cimientos de pena, sobre pilares fuertes de resignación, sobre inaudita capacidad de aguante y costosísima renuncia a la venganza -que hasta Dios sabe que en casos es lícita- el silencio, sí, podrá hallar el silencio para ahogar en él, como si de un lago se tratase, tanta angustia, tanta tortura y tanto daño que horada, como carcoma sin descanso, el interior -más frágil por más humano- en las profundidades donde habitan los más valiosos sentimientos.

No, la muerte en el terror no se puede, no se debe perdonar. A lo peor se podría enterrar -como se entierra a los muertos- bajo una oprobiosa y fría losa de olvido, como el de los que pierden la memoria de las cosas. La memoria de los días de risa y alegría, de los días de esfuerzo, de trabajo, de ilusión, de amor. Sí, a lo peor se acabaría enterrando hasta el sentimiento del amor en el olvido, sellando esos sentimientos en las profundidades del espíritu, bajo una piedra opaca, tenebrosa y terrible.

Y, ¿quién va a evitar ese daño que nunca buscó el que lo sufre mientras viva?, señor Otegi. Sí ¿cree que se va a eliminar sólo con decir que lamentan haber causado ese daño? Yo no creo que usted -que ustedes- puedan sentir ese quejido interior en el alma, eso que la Iglesia dice que hay que sentir antes de recibir el perdón y que es el 'dolor de corazón'. ¿O no?

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