Cuchillo sin filo

francisco Correal

Pajares

CURIOSAMENTE, unos días antes releí la historia de Maximilian Kolbe. Muchos sabrán por qué subió a los altares de la santidad este sacerdote polaco. Como tantos compatriotas, formaba parte de la nómina de prisioneros del campo de exterminio de Auschwitz. En una de las muchas cribas selectivas, se ofreció voluntariamente para el viaje postrero a una de las cámaras de gas en lugar de un pobre hombre, padre de familia, que vio así conmutada esa tortura sin nombre. El argumento de Kolbe, esencia de su martirio, sigue siendo un alegato bestial contra tanto comecuras: "Sólo soy un cura", dijo para justificar su inmolación sin nada a cambio.

Sólo soy un cura. Eso pensaría el padre Miguel Pajares con la conciencia que le dejara su precaria salud si le hubiera llegado el alboroto mediático, la basura dialéctica, la cacharrería de banalidades que se dispararon con su lunático aterrizaje en el aeródromo de Torrejón de Ardoz. El destino es sabio y ha querido que el cura Pajares muriese, el silencio estridente y acusador de la muerte como contrapunto de tanto griterío interesado, el mismo 12 de agosto que se dispararon las estadísticas de africanos que en un número próximo al millar cruzaron el Estrecho de Gibraltar en casi un centenar de embarcaciones de la señorita Pepis.

Igual que se hizo todo por salvar la vida de Pajares, ahora no hay que evitar medios para salvar su muerte. Para que no sea en vano. No se trata de sacar pecho y aupar su memoria como un trofeo. "Cuando un cristiano gana, adiós Jesucristo", escribe Curzio Malaparte en La piel. Pajares eligió un país con sonoridad de suite de Albéniz. Liberia. La grandilocuencia occidental para bautizar países era una forma de ocultar sus vergüenzas. Con los países pequeños, alejados del atlas de los mercados y las hegemonías, vale lo que San Mateo decía sobre los niños: "Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños...".

Pajares se metió en el corazón de las tinieblas. Sabía con Marx que la religión es el corazón de un mundo sin corazón. Su nombre, como el de un buen cristiano, un buen hombre en África como la novela de Willyam Boyd, ha permanecido en el anonimato durante 75 años. Su celebridad vino en la pasión y muerte. Con él, muchas esperanzas han resucitado. Los cuerpos de los mil africanos que cruzaron el Estrecho el mismo día, las almas de los mil africanos que como él cayeron en las garras del ébola.

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