Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

coleraquiles@gmail.com

Pandemónium

Géneros obsoletos, como el del panegírico, el del obituario o el de epitafio se dejan ver ahora, insolentes.

La vida es más llevadera si la vivimos sub specie aeternitatis, es decir, como si no nos fuéramos a morir nunca. Así se vive en la juventud. De viejo, es más difícil. Mi tita María miraba a diario las esquelas del periódico para asegurarse, supongo, de que no aparecía la suya. Durante años, nos anunció que moriría un 13 de mayo. Y así fue, falleció el día de la Virgen de Fátima, con 89 años. De pronto, se ha desvanecido, ante la gran amenaza, la ilusión de eternidad que ha mantenido activa y sana de mente a gran parte de la población, incluso a los viejos que, gracias a ciertos juegos, rutinas y humildes ejercicios de supervivencia, olvidaban la cercanía de la fea cara de la Parca, y también a que salía el sol -¡que no nos falte!- casi todos los días, y daba muerte a la muerte, como cantaba Aguaviva. Pero de pronto, llega el bicho y nos aboca a todos, jóvenes y viejos, a la esquela mortuoria, pese a que las obscenas estadísticas, con sus feos algoritmos, intenten difuminar nuestro miedo y el inmenso dolor de las víctimas y de sus familiares. Renacen géneros literarios olvidados como el obituario, el panegírico y el epitafio. Las redes están saturadas de noticias sobre personajes ilustres que mueren todos los días. Y de los insultos o las loas de amigos y enemigos del muerto. El odio y el amor van más allá de la tumba, de la misma manera que el anticomunismo y el antifascismo han sobrevivido a la derrota de las Potencias del Eje y a la caída del Muro de Berlín.

Pero, aparte de esos islotes de odio o de amor arrebatado, sustentados en el interés político o económico, lo normal es que la gente, siguiendo la recomendación evangélica (Mateo, 8:22), prefiera que los muertos entierren a sus muertos. Que en lenguaje vulgar equivale, y eso es lo que posiblemente quería decir el Maestro -si es que lo dijo-, que el muerto al hoyo y el vivo al bollo. El pandemónium actual ha generado otro curioso fenómeno lingüístico: enfermedades antes innombrables, como el cáncer o el sida, se han desprendido de sus mascarillas eufemísticas -larga enfermedad o enfermedad de transmisión sexual- y circulan con sus nombres por los medios asustando a la población y a las estadísticas menos que el bicho. Y si se nos informa de que el desaparecido ha muerto de la muerte, es decir, de viejo. Entonces casi dan ganas de aplaudir.

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