Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

coleraquiles@gmail.com

Pirámides de voces

Lo peor es morirse. Si no eres un muerto cauteloso, todo el mundo corre a chuparte los huesos. A aprovecharse.

Las palabras de los muertos son tan tercas como ellos mismos. Y andan en boca de todos. El Maestro se lo había exigido a uno de sus discípulos que daba como excusa para no ayudarle a mejorar la vida de la gente, el que tenía que ir a enterrar a su padre. Los papeles de Lucas y Mateo lo reflejan muy clarito: "Deja -le dice Jesús- que los muertos entierren a sus muertos; y tú ve, y anuncia el reino de Dios". En el que seguramente no habrá ni pandemias ni mascarillas ni independentistas ni constitucionalistas ni cambio climático ni agoniosos. Ni hambre ni miseria ni violencia ni terror. Pero los muertos ni entierran a otros colegas ni se dejan enterrar por ellos. A veces, son malotes. Como denunció públicamente el poeta Ángel González en su Diatriba. Insensibles, distantes, tercos y fríos, con su insolencia y con su silencio, no se dan cuenta de lo que deshacen. Resulta casi imposible matarlos. Inmortales, las víctimas de ETA o las del GAL. Perennes, los caídos por Dios o por la Patria, destruyas las lápidas con sus nombres o las conserves; acusadores los que yacen ignominiosamente sepultados en cunetas y barrancos. Pero si son poetas, con obra en papel o digitalizada, olvidarlos es tarea imposible. Por mucho que les organices controvertidos homenajes a los de tu charpa o que fagocites a los de la charpa contraria, como sucede en Granada con Lorca, al que los herederos de los que lo fusilaron lo tratan como a un poeta provincial, cuando presiden la Diputación, o como poeta maldito, cuando pasan a la oposición. O que quemes sus libros o destruyas las lápidas en las que bienintencionados fans grabaron sus poemas para fijarlos en lugares privilegiados de las ciudades o en las encrucijadas de los caminos. Ahí siguen. Mucho más solida su memoria que la de estatuas o monolitos. Esas, lo hemos visto, terminan por el suelo; sea Franco, Stalin o Hitler el prócer "inmortalizado" en mármol. Ellos vuelven a nuestras vidas por los altos andamios de las flores o en prodigiosas pirámides de palabras, de voces, tan perdurables como los milenarios enterramientos de los faraones, y tan misteriosas como los jeroglíficos que ocultan; a la espera de una mano lectora que sepa descifrarlas. Como difuntos lázaros, los poemas solo esperan para levantarse a que alguien les diga: "Conmigo vais, mi corazón os lleva".

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios