El Prado

Es el azar quien quiso que uno de los monarcas más funestos de España diera pie a una de sus mayores empresas

Ayer mismo se cumplieron dos siglos de la apertura del museo del Prado, entonces Museo Real de Pinturas. Si bien es cierto que su inauguración hubo de esperar a los terceros esponsales de Fernando VII -se casaba con María Amalia de Sajonia-, no debe descartarse cierta coquetería eufónica (diecinueve de noviembre del 1819), para garantizarse el recuerdo de una fecha solemne. Es el azar, en todo caso, quien quiso que uno de los monarcas más funestos de España diera pie a una de sus mayores y más perdurables empresas. Y no por capricho pasajero o por instigación de su anterior esposa, doña María Isabel de Braganza, a quien López Piquer retrata, ya póstumamente, señalando el noble edificio de Villanueva. Fue la voluntad constante de Fernando VII, influida por el precedente del Louvre, entonces dirigido por el gran pintor de ruinas Hubert Robert, quien instruirá esta formidable realidad, acaso la más alta de España.

Ya digo que Fernando VII quiso dotar a la capital con un museo de pinturas, cuya ubicación original era el palacio de Buenavista, junto a Cibeles. La falta de pecunio, sin embargo, y la escasa adecuación del edificio, hicieron que se recuperara el viejo proyecto de Villanueva, antaño destinado a Academia de Ciencias, pero que las tropas napoleónicas habían utilizado como caballerizas. Es así como un proyecto malogrado de la Ilustración deviene feliz empresa romántica, hija, no obstante, de aquel vértigo elucidativo de Las Luces. No será hasta más tarde, hasta 1872, cuando el Museo Real de Pinturas pase a titularidad del Estado. Hasta esa fecha, es la Familia Real la encargada de conservarlo y acrecentarlo, en una época de extraordinaria desventura. Cuando, finalmente, el Museo Real se una al Museo Nacional de la Trinidad, fruto de la desamortización de Mendizábal, y ubicado en los altos de Atocha, habrá nacido -era marzo de 1872-, el Museo Nacional de El Prado. Un Prado, repito, que alumbró en un periodo español de intensa y fenomenal penuria. Lo cual convierte dicho empeño en un acto, si cabe, aún más formidable.

De la penuria y el heroísmo con que sobrevivió El Prado da cuenta un episodio periodístico, en noviembre de 1891, cuyo protagonista es Mariano de Cavia. Urgido por la situación, don Mariano publicó un artículo relatando un falso incendio nocturno en El Prado, cuya repercusión salvaría al museo de la incuria y el olvido en que se hallaba. Fue así como Cavia, aquel Madrid rubendariano y frío, salvó el mayor tesoro de España.

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