la tribuna

Francisco González García

Prensa en piedra y papel

LA prensa española descansa un día en esta semana variable según la luna equinoccial de primavera. Junto a la Navidad y el Año Nuevo, son días en que tengo que sufrir un síndrome de abstinencia, me falta el vicio de saborear el lento despliegue de las hojas de la prensa del día. Las nuevas tecnologías no me bastan, no sirven para sustituir al tacto del papel. Suspiro por todo el protocolo lleno de actos rituales de ir a comprar el periódico. No van estas líneas sobre el debate entre las publicaciones en papel y la emergencia del mundo digital, no es mi intención. Si ya los griegos amenazaron con la pérdida de la memoria si escribíamos las lecciones sobre papel o los egipcios condenaban al olvido destruyendo los nombres tallados sobre la piedra, sería osadía entrar en tales debates. Mi intención en las próximas negras sobre blanco es solo un íntimo y humilde homenaje dirigido a tiempos, espacios y personas.

Cuando salíamos de Granada la primera tarea de mi padre, que en la gloria le tengan los dioses, era buscar un quiosco donde comprar el maldito tabaco y el periódico del día. En casa siempre recuerdo el diario, es una semilla, no un gen legado, pero allí estaba. Mis más remotas lecturas, en el fondo de la memoria, son la búsqueda de la clasificación del Granada CF en la Hoja del Lunes y la ubicación de una mosca y un gato que siempre estaban en un chiste diario de cuyo significado no solía quedar muy satisfecho. Luego recuerdo unos tebeos que ayudaban a la nerviosa espera en un sillón para sufrir el martirio de las tijeras del peluquero, por entonces también barbero.

Cuando llegó el vestir de largo, la primera tarea que asumí con responsabilidad fue la compra todas las mañanas del periódico. Otra semilla, supongo. Y entonces van surgiendo espacios fijos de Granada. Un viejo local en la Plaza de los Lobos, se pierde el nombre en la memoria; la prensa, las estampas de futbolistas y los chicles. Luego los quioscos de la Plaza de la Trinidad. Créanme si les doy palabra que para leer la crónica de los partidos del domingo había que esperar al martes. Allí estaba Paco, el policía municipal y quiosquero, quejándose de que podía llover de noche y no por las mañanas. El cielo se le conjuraba en contra y toda la prensa se mojaba y los plásticos eran un engorro. Se remozaron aquellos quioscos y otros tantos de nuestras plazas, patrimonio singular de la ciudad, y prensa, revistas, libros, cigarrillos sueltos y otros mil objetos seguían estando allí. Los caminos vitales me hicieron visitar otros muchos lugares, a las puertas de la Facultad, y en otras calles y ciudades.

Llegaron los años en que la prensa diaria se llenó de coleccionables, no podía yo imaginar que se pudieran juntar desde refajos a muñecas peponas. Los quioscos se fueron quedando pequeños para mostrar todo el abanico de coleccionables y baratijas que parecían transformarlos en un inmenso zoco persa. Yo siempre iba a por la prensa del día. En colocar todo aquello se iba la mañana, me decía Manolo. Cuántas cuitas me imagino por el número perdido, por el facsímil que falta, por el retraso de esta semana, y qué no llega, y que cuándo llegará. En los últimos años los inventos del marketing se han superado. Estaría por asegurar que se puede completar un ajuar de hogar con todo lo que se ofrece en el quiosco: vasos, platos, toallas, cuberterías, maletas, el pijama de tu equipo, televisiones, móviles; imaginen cualquier cosa. Todo gracias al invento definitivo de las colecciones por cupones. El cupón recortable que te une al diario, que te angustia si lo olvidas o extravías. Y ahí te tienes tú, a las tres de la tarde del día más caluroso del año buscando en todos los quioscos el ejemplar del día porque te falta el cupón o el último comodín del cupón del cupón.

Por suerte, gracias a aquella remota semilla, no tengo que sufrir estos últimos problemas. Solo sufro en esos escasos días en que no hay prensa diaria y el quiosco no abre sus puertas. En esos días mi memoria se va con los quioscos de toda la vida, con todos los quiosqueros que nos atienden día tras día, 362 días al año si no es bisiesto, que nos doblan amablemente el ejemplar de la prensa, que nos recuerdan el cupón, que nos dan los buenos días con ojos de primavera. Gracias por abrir el quiosco, casi, casi todos los días. Sin ellos, último eslabón de una larga cadena de trabajos, no sería posible el milagro diario y efímero de la prensa de hoy.

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