CASI todo el mundo achaca la crisis a un maligno agente exógeno ("ellos", "los mercados", "los ricos", "los financieros", "la oligarquía político-financiera", quien sea), pero en realidad muchos de nosotros también hemos provocado la crisis que ha movilizado a los indignados del 15-M. Yo mismo, desde luego, he contribuido a provocarla cuando he cobrado una cantidad considerable de dinero por intervenir en un acto público sin apenas público. Y también han contribuido a crear esta crisis miles y miles de personas que en un principio jamás se considerarían culpables. Por ejemplo, cualquier alumno de la enseñanza pública que se niegue a aprovechar la ingente inversión en educación que hace el Estado y se dedique a jugar a los marcianitos en las clases de matemáticas. O el médico que firma una baja laboral sabiendo que es falsa. O el trabajador que la pide. O el empresario que despide a sus empleados para no reducir ni un céntimo sus beneficios. O cualquier persona que tenga un cargo bien remunerado en uno de esos departamentos administrativos que se dedican a tareas tan misteriosas que todavía nadie ha logrado identificar en qué consisten. Y podría seguir citando más y más responsables.

El problema de nuestro país es que lleva demasiado tiempo viviendo a crédito, aunque ningún político, ni en el gobierno ni en la oposición, se haya atrevido a decirlo porque ha preferido que sigamos dormitando en esa hipnosis casi narcótica que se truncó cuando Zapatero anunció su cambio drástico de política. Pero la cruda realidad es que producimos poco y gastamos mucho, así que no nos queda más remedio que pedir prestado a esos prestamistas internacionales a quienes llamamos con desprecio "los mercados", adoptando esa misma altivez con que los nobles arruinados trataban a los burgueses enriquecidos que les compraban las posesiones que iban teniendo que vender a precio de saldo. Podemos culpar al capitalismo salvaje, o a los banqueros chupasangres, o a las compañías de telefonía, o a la ley anti-descargas, o a quien queramos, pero nada de eso cambiará las cosas. La realidad es que no tenemos dinero y debemos recurrir a los prestamistas, y todos los prestamistas son odiosos, como demostró Galdós en una de las mejores obras de la literatura española, que es su ciclo de novelas dedicadas al usurero Torquemada.

Cualquier persona sensata debería saber que no debe acudir nunca a un usurero si no quiere pasarlas canutas, pero nuestra clase política ha preferido cerrar los ojos y hacer que nosotros también los tuviéramos cerrados. Y así nos hemos acostumbrado a vivir muy bien sin preguntarnos de dónde salía el dinero que nos permitía vivir tan bien. Hasta que el tinglado se ha venido abajo.

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