ESTAMOS acostumbrados al ejercicio de victimismo y la manía persecutoria que aquejan al PP -no a Rajoy, que se decanta por el mutismo- cada vez que uno de sus cargos públicos es imputado o detenido por supuesta corrupción. De modo bastante sistemático, los populares se defienden acusando al Gobierno de utilizar a la justicia y a la Policía como instrumentos arbitrarios de lucha política.

El caso es que con la detención del presidente de la Diputación de Alicante y presidente provincial del PP, José Joaquín Ripoll, parece que tienen razón. A falta de una aclaración definitiva de los hechos, hay que atenerse al comunicado del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana: "no existe resolución judicial, ni de forma expresa ni aun tácita, por la que se haya ordenado la detención de persona alguna". Puesto que Ripoll permaneció de hecho detenido doce horas, sólo pudo decidirlo la Fiscalía Anticorrupción o la propia Policía a las órdenes de la cúpula de Interior.

Más allá de este suceso concreto, hay que decir que hace mucho tiempo que en España se ha destruido la presunción de inocencia, consagrada por la Constitución y eje del sistema penal de la democracia, al menos para un colectivo importante: los políticos, sus familias y sus entornos. A los cargos públicos y militantes de partido se les considera siempre sospechosos de aprovecharse del poder y, demasiadas veces, culpables de corrupciones concretas. Llevan puesta de entrada la etiqueta de corruptos y la más mínima acusación les exige una demostración pormenorizada de su inocencia. El Derecho se invierte con ellos. Se presume su culpabilidad.

A esta perversión ayudan las detenciones y registros espectaculares a que son sometidos, las formas humillantes que se emplean con ellos (los sacan esposados como peligrosos asesinos), la falta de respeto al secreto de los sumarios y la al parecer inevitable exposición a la picota, favoreciendo los insultos de los desocupados justicieros que se concentran a las puertas de los juzgados y el linchamiento a distancia de quienes les hacen un juicio sumarísimo a la hora del almuerzo: la pena de telediario, que le llaman, y que puede llegarles incluso antes de ser siquiera imputados. No hay mecanismo capaz de resarcir a los que sufren este escarnio y años después resultan ser inocentes, víctimas, pues, de la arbitrariedad y el resentimiento.

Espero no ser malinterpretado. La corrupción política es demasiado frecuente entre nosotros y debe ser castigada de manera rigurosa y ejemplar... después de un sumario debidamente instruido y un juicio con todas las garantías. Sin condenas previas, ni policial, ni política ni social. Sin presunción de culpabilidad, vamos.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios