Príncipe

Algunos dicen que el problema ha estado en el individuo y no en la institución, pero es al revés

En la calle Príncipe hay una administración que ya ha vendido dos veces el Gordo de Navidad. Aunque solo sea por eso, la mayoría de la población granadina sabe dónde está la calle. Casi nadie, en cambio, podría decir quién fue el príncipe aquel. A mí no me miren: ni lo sé ni lo pienso averiguar. Averiguarlo sería traicionar la memoria colectiva, que se olvidó del príncipe y determinó, al hacerlo, que la calle homenajeara a una ocupación, como hacen las calles Cuchilleros, Almireceros, Boteros y algunas más.

Si equiparar la condición de príncipe con oficios parece ofensivo, recurramos a la tradición literaria y hablemos de papeles teatrales. En El gran teatro del mundo, la obra de Calderón, el Mundo comienza repartiendo a los actores los trajes para la representación y se los quita al final. Digamos que a un actor le toca hacer de botero y a otro, de príncipe. Este asume unas tareas que lo distinguen de los demás: por ejemplo, avanzada la representación cambiará su disfraz por el de rey y leerá un discurso de Navidad. El pasado jueves leyó su discurso un actor al que le tocó ser príncipe y ahora es rey. Dados los últimos acontecimientos, el rey quizá habría preferido este año el papel de botero, pero no le tengamos pena: en más ocasiones, seguramente, un botero habrá deseado ser rey. Ese actor, al leer aplicadamente su papel, se refirió a los principios morales "que los ciudadanos reclaman de nuestras conductas". Aunque el pasaje es oscuro, acontecimientos recientes sugieren que con la palabra "nuestras" se refería a su conducta y a la de su padre.

Es deseable que la conducta de un rey, como la de un botero, esté guiada por principios morales. Pero es equivocado suponer que al rey, a diferencia del botero, le bastan esos principios. El mismo azar que ha traído el Gordo a la calle Príncipe repartió los papeles de príncipe y de botero sin atender a las cualidades morales de los respectivos actores. Por buenas razones, el botero que no se conduce moralmente en su trabajo es perseguido por la ley. En cambio, los posibles delitos del rey emérito quedarán impunes. Algunos dicen que el problema ha estado en el individuo y no en la institución, pero es al revés: depende del azar quién encarne esa institución, pero si las leyes permiten la impunidad de quien la encarna, urge cambiar las leyes para reformar la institución o suprimirla.

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