Prisioneros del odio

El odio inextinguible es una enfermedad muy penosa para quien la padece. No conoce ideologías

La saludable y piadosa tregua agosteña que el periódico nos brinda a los opinadores, me ha permitido mantenerme a relativa y segura distancia de la cuestión que ha llenado el ocio veraniego de los españoles: las vicisitudes de la tumba del viejo Caudillo que, como ya en su tiempo el Cid, parece que aún puede ganar batallas, en este caso mucho después de muerto.

Como ustedes me conocen, juzgo innecesario expresar lo que me parece el intento de Sánchez y su banda de orcos profanadores de cadáveres, secuaces de una tradición socialista y revolucionaria que ha dejado testimonios gráficos espeluznantes. El odio inextinguible es una enfermedad muy penosa para quien la padece. No conoce ideologías, pero si pretende presentarse como justicia, sea del pueblo o de la historia, entonces estamos ante una variedad que, por necesitar del victimismo como vector, afecta sobre todo a los que el mismo Franco denominaba, con notable precisión, rojo-separatistas. En su fase extrema y terminal, la que ahora se manifiesta, no respeta ni a los muertos, pero su objetivo final, no se olvide, son siempre los vivos.

La derecha, que sigue sin enterarse de nada, ha preferido ponerse de perfil, como suele. No quiere comprender que en todas partes y para todo el mundo los cuarenta años de franquismo están asociados de forma indeleble a ella, no en vano fueron las distintas y plurales familias que la componían las que, cada una en su momento, tuvieron todo el protagonismo en aquellas décadas que cambiaron la suerte de España a base de ofrecer pan y dignidad a los españoles. Y que, por tanto, mientras no sea capaz de hacer la crítica serena de esos años, asumiendo los errores que hubo y reclamando los numerosos aciertos hoy negados por puro sectarismo e hipocresía, no podrá presentarse con la mirada limpia ante el pueblo español. Que esa derecha crea que no puede afectarle que Franco sea extraído con vilipendio de la sepultura en la que yace por mandato expreso de Juan Carlos I por quienes desean destruirla a ella y sólo a ella, es una muestra más de la ceguera política y la insensibilidad moral que la caracterizan.

El odio no caduca ni se satisface, pero de momento el verano ha pasado y Sánchez se ha tenido que envainar su primera chulería. De aquí a Navidad pueden ocurrir muchas cosas y, no lo olvidemos, España es aún un estado de Derecho.

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