El covid-19 es el suceso que más ha cambiado nuestras vidas. El año pasado utilicé este espacio durante muchas semanas para referirme a las distintas vertientes que la crisis sanitaria me iba sugiriendo. Durante aquel período de estar encerrados en casa, teletrabajando, intentando con la pericia de cada cual sostener el mundo que se nos desmoronaba, escribí más cosas a diario. Una idea persistente recorrió aquellas anotaciones: para lo que nos había caído encima, la gente normal estaba muy por encima de sus dirigentes. Sigo pensándolo en parte, pero tengo que reconocer que acorto el concepto que engloba a la gente normal a pasos de gigante cada día de este verano normalizado a la fuerza.

Hay tres perfiles caricaturescos que nos podrían ubicar a todos. Está el responsable, precavido, seguidor de las normas, con sentido común, preocupado de su seguridad, de la de los suyos, de la de los demás, cumplidor de las normas y esencialmente solidario, aunque muchas veces perplejo. Ahí cabe desde el eventualmente despistado que se olvida alguna vez la mascarilla hasta el cuidadoso máximo que pulveriza alcoholes en el aire tras un encuentro con distancia. Está el negacionista, esa especie incomprensible que busca nano-conexiones del virus con Bill Gates, George Soros, cualquier chino impronunciable o la madre del topo: sin mascarilla y sin cuidado ni cabeza, pero con argumento, disparatado, pero con argumento.

Y está el gilipollas: sabe que el covid está, sabe que hay que cumplir, sabe que es un problemón, pero vive como si no existiera, como si no le tocara, al menos por unas horas, que utiliza en un botellón, que hace años que debería estar proscrito socialmente, en una macro-fiesta, porque hay que vivir con esto, o en cualquier evento sin seguridad ni distancia, porque, total, esto es una lotería que le toca a cualquiera. No se les espera para levantar el país, solo para jalearlo, pero dan lecciones. Gilipollas. Algunos, esféricos.

Por fortuna, vana ilusión porque una gota de colorante tiñe toda el agua, la mayoría es responsable; hay una minoría negacionista, fácilmente combatible; y otra minoría, ciertamente mayoritaria en determinadas franjas de edad, gilipollas. Esta es la ecuación. Cuantitativamente afortunada, cualitativamente peligrosa. He llegado a la conclusión de que es imposible, o al menos muy difícil por agotador, concienciar a quien es gilipollas, porque ya tiene conciencia, pero prescinde de ella. Así que he decidido hacer dos cosas: insultarles, por eso, gilipollas; y reclamar de la autoridad una respuesta eficaz que los neutralice: o paramos a estos o nos paran a todos otra vez. Me jode que me tengan que limitar los excesos de cuatro imbéciles, que son cuarenta mil, pero estoy preparado para sobrevivir haciendo renuncias temporales. Para lo que no lo estoy es para soportarles viendo cómo tiran mi esfuerzo, y el tuyo, a la basura que, después, además, recogemos todos.

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