Había pensado empezar el artículo con unas fechas, dos ciudades y un intervalo de medio siglo: París, 1968-Madrid 2018. A ello iba a unirle una rectificación personal que, siendo sincera, me ha costado más de una década asimilar: sí a las cuotas y sí a la discriminación positiva. Hace más de una década me tacharon de ingenua y de ingrata por posicionarme en contra. Aunque no creo que lo fuera entonces -lo pensaba de verdad- y no soy una iluminada ni una radical ahora, tal vez sea el efecto boomerang a la inercia machista que lleva siglos instalada en nuestra sociedad -con el persistente patriarcado- y a la regresión que estamos viviendo en los últimos años. Asumirlo no es fácil. Pero estoy descubriendo que, a diferencia de lo que suele ocurrir con la brecha de la edad -que tiende a atemperar los ánimos, que nos transmuta en maduros, conservadores y moderados-, las canas de las mareas moradas vienen cargadas de rebeldía. La inevitable, la imprescindible, para poner a cero la relación entre hombres y mujeres. Para lograr la igualdad efectiva. La pública y la privada. La oficial y la cotidiana. La de verdad.

Así, entre las tensiones locales y globales del movimiento feminista, llegué a cuestionarme si podría ser hasta un atrevimiento comparar lo que hemos vivido esta semana en España con el mitificado Mayo Francés. Por la evidente falta de perspectiva histórica y por la incertidumbre sobre el impacto real que tendrá la gigantesca ola de reivindicación y toma de conciencia que se ha expandido por un centenar de países de todo el mundo derribando fronteras geográficas, generacionales, de clases y (casi) políticas.

Las dos reflexiones, la general y la personal, se me han descafeinado en cuestión de horas: ¿Se ha producido una revelación global y ya somos todos feministas? ¿Ha transmutado en virus virulento el movimiento por la igualdad? ¿Rajoy cómplice y con lazo morado?

Más importante que las fotos del 8-M será la gestión del día después, la capacidad que tengamos para trasladar las palabras a los hechos. A nivel institucional, a nivel social y a nivel privado. En lo recomendable y en lo exigible. Desde lo más invisible y consentido del micromachismo hasta lo más alarmante del acoso, la explotación sexual y la violencia de género pasando por los espejismos escurridizos de la conciliación laboral y de la brecha salarial. Aquí entra la revisión de Ley de Igualdad que el Consejo de Gobierno de la Junta de Andalucía comenzó a tramitar este martes. Es valiente en la apariencia y en la letra pequeña. El titular periodístico era evidente -multas de hasta 120.000 euros por casos graves de discriminación de la mujer- pero lo que pondrá a prueba su utilidad real y efectiva es el trasfondo: la carga de medidas para la coeducación en todos los ámbitos y sectores, para desmontar el patriarcado desde abajo y para contagiar los logros que la política ha impuesto en las últimas décadas en lo público al resistente y acomodaticio terreno de lo privado.

Me atrevería a ser optimista. Y no me conduce a ello el criticado manifiesto del 8-M -más que por revolucionario y radical, naufraga por confuso, partidista y demagogo- sino el pragmatismo. Las grandes empresas están comprobando -y tienen cifras que así lo corroboran- que la igualdad es rentable. Las razones éticas y de justicia social entran en juego pero también las contables que tienen que ver con la productividad y la competitividad. Ya hay informes que revelan un aumento de beneficios de hasta 9 puntos en compañías que tienen un índice de diversidad superior a la media. El "miedo a contratar mujeres" se empieza a desactivar ante la "oportunidad" de aprovechar mejor el talento; las barreras mentales, también.

Que lo exponga la consejera delegada de Telefónica tiene un plus de credibilidad, el que da haber escalado en un sector tan excluy ente como el tecnológico dinamitando el techo de cristal. Que lo comparta el director territorial de Endesa, corroborando los efectos tangibles que está significando en su compañía aplicar un plan de diversidad, nos debería llevar a la reflexión. María Jesús Almanzor y Francisco Arteaga participaban esta semana junto a la consejera de Igualdad, María José Sánchez Rubio, en una mesa de debate organizada por Grupo Joly sobre Cómo y por qué promover la diversidad en la empresa que tuve la oportunidad de moderar. Les aseguro que no es fácil que hombres y mujeres, del ámbito público y del privado, de pequeñas empresas y de grandes corporaciones, coincidan hasta en lo más controvertido y polémico: no podemos permitirnos mirar para otro lado y tardar un siglo en conseguir la igualdad. No podemos dejar que ocurra; hay que actuar. Hay que provocar el cambio. Y, sí, no hay transformación, involución, sin una pequeña-gran revolución detrás.

Y aquí llegamos de lleno a Rajoy. No creo que haya visto la luz y se haya vuelto feminista de repente -ni él ni muchos de los suyos-. Tampoco creo que se haya asustado del movimiento violeta por mucho que pueda recordar a aquel 15-M que ahora lo acorrala en las encuestas. Lo sitúo más en un plano de prudencia y de estrategia. De oportunismo, tal vez, y puede que hasta de postureo. Pero aun así me vale. Me sirve que reconozca que metió la pata cuando prefirió no meterse en el "lío" de la brecha salarial y que se haya desmarcado ahora de la innecesaria provocación de la huelga a la japonesa. Es uno más para la causa y no es uno cualquiera; es el presidente del Gobierno y podría, por ejemplo, buscar la fórmula para desbloquear los 200 millones comprometidos para luchar contra la violencia machista...

Si queremos pasar de la marea de las fotos a la marea de los hechos, necesitamos todas las gotas. ¿Ahora interesa ser feminista? ¿Competimos en los partidos a ver quién es más feminista? Bien. ¡Aprovechémoslo!

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