CUANDO empezaron a llevarse a cabo las transferencias autonómicas, en los primeros años 80, mucha gente creyó que iba a mejorar la gestión de la Justicia, de la Sanidad o de la Educación. Acostumbrados a los burócratas franquistas, con frecuencia vagos además de tontos, pensábamos que los gestores locales sabrían hacer las cosas mucho mejor. Serían profesionales más preparados y más eficientes, y no sólo estarían más pendientes de las necesidades de los ciudadanos, sino que también sabrían administrar mejor los presupuestos públicos, así que resultarían mucho más favorables para la economía de todos.

Treinta años después de la descentralización autonómica, todo parece indicar que las cosas no han sido así. Ni los gestores autonómicos han demostrado ser más eficientes que los de la administración central, ni tampoco han sido más austeros, ni mucho menos han eliminado los gastos superfluos. En realidad ha ocurrido todo lo contrario. Y aunque el Estado autonómico ha sido positivo en algunos aspectos, en otros muchos ha resucitado los peores vicios de la España invertebrada del siglo XIX, y en determinados casos incluso ha retrocedido hasta la elefantiasis administrativa de la España de los Austria. Basta pensar, por ejemplo, en las costosas e ineficientes reuniones urgentes de los 17 responsables autonómicos cuando se produce una alarma médica o una crisis agrícola como la de los pepinos. Nadie ha publicado nunca las cifras de lo que cuestan estos gabinetes de crisis multiplicados por diecisiete, aunque uno sospecha que todo se queda en reuniones, fotos, declaraciones, minutas y dietas, muchas dietas. Es decir, "palabras, palabras, palabras", como decía Hamlet, sólo que esas bonitas palabras nos cuestan una pasta gansa, hasta el punto de que se están convirtiendo en un problema para la supervivencia de nuestro Estado del Bienestar.

Hace poco, Josep Antoni Duran Lleida, que es una de las mejores cabezas políticas de este país, aseguraba que la Sanidad Pública es insostenible y pedía un gran pacto de Estado a favor del actual modelo sanitario. Pero en esas mismas fechas se ha sabido que TV3, la televisión pública de Cataluña, es la más cara de España porque tiene 2.700 empleados y 360 millones de presupuesto (Canal Sur, por cierto, con 1.680 empleados y un presupuesto de 239 millones, es la segunda televisión autonómica más cara). Yo no sé si se les ha preguntado a los ciudadanos, pero estoy seguro de que la mayoría de la población preferiría recortar a fondo los gastos de las televisiones autonómicas -o suprimir los cientos de organismos autonómicos que no sirven para nada- antes que limitar las prestaciones de la Sanidad Pública. Por simple sentido común.

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