La ultraizquierda española prosigue su cruzada contra el mérito. A finales de mayo, Lilith Verstrynge, en acto de Podemos, realizó un alegato contra la meritocracia y la cultura del esfuerzo. Tras reivindicar un supuesto "derecho a vaguear", Verstrynge señaló que la meritocracia convierte los problemas colectivos en problemas individuales, olvidando lo que para ella es obvio: el que nace pobre, suele morir pobre y da igual el esfuerzo que haga porque el "ascensor social no funciona". Mérito y esfuerzo, concluyó, generan frustración y depresión.

De inmediato sus palabras cristalizaron en consigna de partido: "El camino a una buena vida es tener a una familia, unos amigos y un Estado que te respalde cuando lo necesitas". Y a la misma se le añadió pronto un motivo: el dogma liberal de la meritocracia funciona como justificación ideológica de la desigualdad social.

Pareciéndome un debate interesante, tiene su aquél que lo lidere una nueva casta política súbitamente enriquecida, carente en demasiados casos de todo mérito objetivo, elevada aparentemente sin esfuerzo a los más altos cargos del Estado y enferma de un igualitarismo teórico del que son justamente la excepción. Aunque no deja de ser lógico, lo reconozco, que abomine del mérito quien para nada lo necesitó en su meteórico progreso.

Por otra parte, asombra que siendo la revolución meritocrática un hallazgo histórico de la izquierda haya acabado en trampa conservadora. Dislates como el considerar injustas las diferencias congénitas o naturales o el de ligar el talento a un individualismo egocéntrico desorientan la polémica e impiden una solución cabal: son las disfunciones de la meritocracia, y no el principio mismo, las que deben eliminarse. Entre otras razones, porque en ese mundo suyo sin merecimientos quedan sin respuesta cuestiones como la de a cuanto bienestar están dispuestas a renunciar las sociedades para crecer en solidaridad o por qué criterio se quiere sustituir la competencia en la selección y promoción de funcionarios (la vigente tríada igualdad, capacidad y mérito del art. 103.3 CE).

Queda, claro, un último problema: en un contexto relativista, ¿cómo definir lo meritorio? Sin un consenso sobre lo que resulta más valioso, no puede reconocerse ninguna forma de excelencia. Éste es quizá el obstáculo más grave: erosionados los pilares de la ética, ya no queda dique que contenga el igualitarismo más antinatural, inhumano y feroz.

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