Relatos de verano

Salvador Gutiérrez Solís

Los Resucitados (I)

Las seis o siete veces que murió dio mucho trabajo, porque transportarlo, amortajarlo y demás faenas requerían de mucho esfuerzo

 Según cuentan las más longevas lenguas de la ciudad, todos esos que vivieron la guerra y sus malas cosas, la alucinante leyenda de los Torres, de la que Marcelino –Marce para los amigos y conocidos– es el último miembro vivo y digno continuador, la inició su abuelo, Mariano por nombre.

Dicen que Mariano era un hombre muy grande, dos hombres en el cuerpo de uno, y muy alto, como un oso de película, tipo armario empotrado. No era lo que solemos calificar como gordo, era grande, a secas, gigante, el tal Mariano. Por eso, las seis o siete veces que murió dio mucho trabajo, porque transportarlo, amortajarlo y demás faenas requerían de mucho esfuerzo, no se bastaban las mujeres de la familia y tenían que avisar a algunos hombres, que lo cargaban como al santo local –San Benigno– en su romería. 

Son muy escasos los datos ciertos, contrastados, que nos han llegado del primer Torres, del abuelo Mariano, y muchas las habladurías, como no podía ser de otra manera. Cuentan que se murió muchas más veces, pero que como tenía un sueño tan profundo no se distinguía, y que sólo cuando soltaba uno de sus ronquidos, de camión que pierde aceite en Despeñaperros, se quedaban tranquilos los que se encontraban alrededor. Cuentan que Mariano solía morirse todas las nochebuenas y en otras fiestas grandes, harto de comer y de beber, de los postres no pasaba, se desmayaba, se moría, sobre la mesa familiar. En una de estas muertes Mariano acabó con la s natillas, con sus galletas y todo, que había preparado su esposa, Juana, para toda la familia. Aun así, los más pequeños, le lamían las orejas y la frente al fallecido. 

Cuentan que podría haber vivido muchos años más el abuelo Mariano, quince o veinte más, por lo menos, que tenía una salud de hierro –ni un mal resfriado se le recuerda–, pero que al quedar atrapado en un pozo muy profundo –era patoso el hombre, tan patoso como grande– aprovecharon la circunstancia los vecinos para que se muriera de una vez, cansados de tantos sustos y de cargar con tal descomunal peso. 

El padre de Marcelino –Marce para los conocidos–, también Mariano como su enorme padre, cuentan que recibió los últimos sacramentos y los médicos redactaron su acta de defunción en más de una docena de ocasiones, que ya son ocasiones. De hecho, se convirtió en algo muy habitual que Mariano se muriera –sin previo aviso, así por las buenas, como si tal cosa. Tantas veces, que los amigos temían que les acompañase en la taberna, y es que muchos, al darse la vuelta de la barra, se lo encontraron desplomado, con los ojos en blanco, muerto y frío, aunque no lo estuviera exactamente. Y en todas estas falsas muertes, en todas, Mariano dejó en entredicho a los representantes de la iglesia y de la medicina, que, incrédulos y algo asustados, contemplaban su resurrección. 

Cuentan que un cura joven, con estudios y buena presencia, algunas mujeres decían que tenía pinta de galán, recién llegado de otra ciudad, la coronilla redonda como una taza de caldo, intentó convencer al bueno de Mariano para que lo acompañara a Roma, para que lo examinasen con detenimiento en la Santa Sede, allí hay gente experta en este tipo de casos. Yo no soy ningún mono de feria, dicen que le respondió. A lo mejor es usted algo que ni puede imaginar, un elegido, dicen que dijo el joven cura con mucho misterio, provocando un mayor rechazo por parte de Mariano, desconfiado por naturaleza de la Iglesia y sus representantes. 

Lo cierto es que durante un tiempo rondó a Mariano este cura, de nombre Germán, don Germán le llamaban, que en esos tiempos los curas, los médicos, los cabos y los alférez, los guardias civiles y los propietarios de las tiendas de ultramarinos contaban con mucho respeto –y hasta con mucho miedo–, con la único objetivo de presenciar su muerte y resurrección en vivo y en directo, como ahora dicen los de la tele, con la idea, eso ha quedado según lo que cuentan, de escribir un libro con la información obtenida y hasta puede que imaginada. Esos libros gustan mucho, es cierto, pero yo creo que ahora más que antes, que antes todas esas cosas no se veían tan extrañas. Pasaban, simplemente pasaban.

Un amigo de los Torres me contó que ese cura –don Germán, lo llamaba todo el mundo– sólo buscaba notoriedad y dinero, que una cosa suele llevar a la otra, y hasta puede que el colocarse la etiqueta de sanador o santón, o váyase usted a saber, para provecho propio, naturalmente. Hay quien piensa que el cura llegó a ofrecerle dinero a Mariano, con contrato escrito y todo, y que éste no aceptó y que lo despachó con el puño en alto, avisándole de lo que le esperaba si insistía, realmente ofendido. Tiene usted pinta y modos de comunista, dicen que dijo el cura; y en usted se cumple eso de que el hábito no hace al monje, dicen que respondió Mariano, extrañamente ocurrente. Muy bien respondido, por otra parte. 

Como no podía ser de otra manera, estas repentinas y asombrosas resurrecciones le proporcionaron a Mariano Torres una inimaginable y desmesurada popularidad. Una popularidad superior a la de su padre, y que no sólo se extendió entre los paisanos de su pequeña ciudad, si no que también alcanzó otras comarcas, otras ciudades, de las grandes incluso, y que llegó hasta la otra punta del país.

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