En la notable exposición de Romero de Torres, organizada por Cajasol en Entrecárceles, nos encontramos con la evidencia, hoy olvidada, de su modernidad pictórica. Lejos de ser un mero pintor del tipismo andaluz o el alma española, Romero de Torres es también el diestro explorador de fuerzas vacantes por el mundo (el amor, la muerte, la melancolía, los celos, una pureza hecha de carne, que vive y desfayece en el crepúsculo), lo cual explica por sí solo el hermanamiento artístico de Valle-Inclán y Romero de Torres, cabezas del simbolismo hispánico; pero también, y en igual modo, una extensión literaria del pintor cordobés, a la que no se le ha prestado la atención debida. La imaginería sensual y dramática de Romero de Torres es la misma que late, con un latido de sangre, en una parte sustancial de la poesía de García Lorca.

"Cobre amarillo, su carne,/ huele a caballo y a sombra./ Yunques ahumados sus pechos,/ gimen canciones redondas". En el Romance de la pena negra Lorca resume, en alucinada síntesis, aquella colusión del erotismo y la desdicha que Manuel Machado recogía con elegante desgana, de un modo, digamos, más prosaico. Este mismo horizonte, vivamente irreal, es el que late en Romero de Torres, embarnecido o sustanciado en el folklore. Quiere decirse, entonces, que Romero de Torres no es el heredero de la pintura, entre costumbrista y documental, del siglo anterior, sino el mantenedor de una concepción pictórica que va de Burne-Jones a Gustav Klimt, de Munch y Redon a Gustave Moreau, y que quizá no se halle lejos de Puvis de Chavannes; de aquel Chavannes de sólidos contornos, que prefigura al Picasso simbolista de su hora rosa y azul, y que surte de una tenue y maciza fantasmagoría a los seres (el pecado, la copla, una Córdoba trascendida y femenina) que se aparecen ante nosotros con el misterio arcano de la esfinge.

En la Venus de la poesía son Raquel Meller y Enrique Gómez Carrillo quienes tributan a la carnalidad de Tiziano sobre una lejanía ideal, vagamente rafaelesca. En las Mujeres sobre mantón, posterior en trece años, es un cielo de Munch, con colores y brillos de presagio, el que abriga la desnudez de las modelos. Esto significa, en primer término, que Romero de Torres quiso ser un pintor para pintores, y no solo un pintor popular. Pero significa, en última instancia, que su pintura parte de la realidad, de su dulce y oscura consistencia, para figurar las fuerzas invisibles que barajan y modulan el corazón del hombre.

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