SIN ánimo de faltar a nadie tengo que confesarles que el día de hoy viene siendo para mí uno de los más felices de cada año. Se acaba la semana santa y con ella esa locura masiva que pone patas arriba el cotidiano desarrollo de la actividad de la ciudad. Es una semana en la que puedes ir olvidándote de hacer otros planes que no sean contemplar a los pasos procesionar (si no decides irte de viaje o atrincherarte a cal y canto en tu propia casa, claro). El sencillo y rutinario camino de ésta al trabajo si una u otro se ubican en el centro puede llegar a convertirse en una aventura impredecible. Los devotos toman la calle con sus esculturas kitsch y la absoluta colaboración de la autoridad competente, que pone a toda la plantilla de la policía local a regular el flujo de seguidores. Por más vueltas que le des no encontrarás institución, empresa o colectivo capaz de conseguir lo que las cofradías y hermandades logran: colapsar durante más de una semana la mayoría de las ciudades del país con sus múltiples y simultáneas manifestaciones de fervor religioso.

Personalmente vivo esta semana como si la que considero como mi propia ciudad hubiera sido secuestrada por extraños seres venidos de otro planeta. Piensan que exagero, ¿verdad? Es posible, pero les puedo asegurar que mi único objetivo mientras duran las procesiones es esquivarlas para no tener que enfrentarme a la masa. Una vez, atrapado entre varias de ellas y como un animal acorralado que no encuentra otra alternativa, cometí la osadía de atravesar una calle por la que desfilaban los nazarenos porque era la única opción que me quedaba para llegar a mi destino. Fui duramente increpado por la multitud y acusado de irrespetuoso. Yo, que debido a mi mala cabeza vivo en una zona céntrica, tengo que aguantar una tradición con la que no comulgo. Debe ser mi penitencia. Desde entonces huyo despavorido cada vez llega a mis oídos la letanía de tambores y desafinadas cornetas que siempre acompaña a los pasos. Que Dios me perdone.

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