La tribuna

Ildefonso Marqués Perales

Sociología del despilfarro

EN estos tiempos de crisis, no podemos olvidar que las cifras macroeconómicas no se hallan por encima de las situaciones ordinarias que vive la gente común, pese a que sean de tal fortaleza que la gente, en muchas ocasiones, no pueda hacer nada para frenarlas. Son un agregado de situaciones, unas, sin duda, con más importancia que otras, que -por sencillez, utilidad o, sencillamente, por convención- presentamos mediante lenguaje matemático. Esto da la sensación de que andan por encima de nuestras cabezas. Puesto que son difíciles de entender, son difíciles de dominar. Nada más lejos de la verdad. Están presentes en las transacciones que realizamos diariamente. De ahí que sea conveniente representarlas, en algunas ocasiones, mediante caras. Ponerles caras a las cifras. Y en este caso, a las cifras negativas.

Vayamos directamente a los orígenes sociales. ¿Cómo son, en términos sociológicos, los creadores y catalizadores de la crisis? ¿Cómo pensaban, sentían y hacían los Madoff, Fuld, Mozilo y compañía? No estaría mal sacar un bosquejo de conclusiones que nos sirva para ubicarlos social y culturalmente.

En primer lugar, nos relajaría pensar que provienen de una aristocracia financiera inmortal, que, por eso mismo, no conocen los sufrimientos de la gente común, que fueron, han sido y serán una élite históricamente avariciosa. Nada más lejos de la verdad. Pueden ponerse nerviosos porque sus orígenes son los mismos que los suyos y el mío: clase media baja y media. Bernard Madoff, que provenía de un barrio multiétnico de negros, judíos e indios de Nueva York, fue socorrista y montó su empresa con el dinero que sacó como instalador de piscinas. Stanley, de raza negra, era, nada más y nada menos, que el hijo de un jornalero. Mozilo era el hijo de un carnicero y, James Cayne, un antiguo vendedor de fotocopiadoras.

En segundo lugar, es sencillo comprobar que el concepto que tienen de sí mismos es descomunal, casi ilimitado. Puesto que creían hacerle ganar a sus empresas mucho dinero, ellos se merecían también mucho dinero. Ahora bien, sin excesivas inseguridades, ya que blindaban sus contratos más que un carro de combate. Difícilmente, Newton, Darwin o Fleming consideraron que su contribución a la humanidad era tan grande como el aporte que éstos creían proporcionar a la vida económica internacional.

En tercer lugar, su forma de vida se aleja de los perfiles dibujados por los analistas posmodernistas. Los postmaterialistas se equivocaron aquí de lleno. No son los ya clásicos bobos, aquellos burgueses bohemios, con gustos hippies pero con una gran capacidad adquisitiva. No son los ingenieros de camisa de leñador de google o Microsoft. Su cultura es un revival y una vuelta a la cultura yuppie. Lujo, ostentación y distinción. Obras de arte, clubs del golf, aviones privados, mansiones, traje y corbata de las firmas más preciadas.

Los mismos apodos que se les asignan son el reflejo de los componentes de unos hábitos bien machistas: el Gorila, el tiburón de las finanzas, el tigre… los usos viriles están a la orden del día. Y, como se sabe, el riesgo es uno de ellos. Arriesgo luego soy. Jêrome Kerviel, que defraudó a la Sociéte Générale cinco mil millones de euros, afirmó que los movimientos financieros que ejecutaba suponían para él una auténtica satisfacción embriagadora. Se acostaba y se levantaba obsesionado, una y otra vez dándole vueltas a la cabeza, al no saber dónde poner el dinero para sacar beneficio. Experimentaba algo parecido a un éxtasis orgiástico.

Aquellos que creían haber vaticinado el fin de la historia, de las grandes convulsiones, con la llegada de la democracia parlamentaria y del capitalismo globalizado, erraron. Hace ya algún tiempo me sorprendieron unas frases escritas por los sociólogos Luc Boltanski y Ève Chapiello en El nuevo espíritu del capitalismo (2002). En ellas, decía, en pleno desenfreno subprime, que el capitalismo nunca había estado tan débil como tras la caída de su contrincante comunista. El conflicto que con él guardaba, hacía que éste estuviera siempre vigilante y cauto en sus medidas. La mesura con la que trataba al movimiento obrero era quizás la señal más llamativa. Una vez que el comunismo desapareció, su sistema inmune se dislocó, rompiendo todas las barreras que le imponían una cierta cordura. Todo parece indicar que tenía toda la razón.

Así que, por último, sólo me cabe decirles a los profetas del final de la historia que nunca, hasta donde yo he vivido, el mundo se ha preñado de tanto futuro.

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